HABITACIÓN 345

Nací en un pueblo insignificante. Mis padres no fueron malos, pero sí mediocres. Crecí rodeado de gente insípida. Creo que por eso me fascinan las almas grandes.

Desde muy pequeño fui el monaguillo de la parroquia. Me gustaba la Semana Santa y su olor a incienso. La sacristía, y las casullas; Tocaba la campana en el momento de la consagración y me intrigaba el Misterio. Muchas veces me pregunto qué habría sido de mi destino si mi madre no me hubiera encerrado en aquel pequeño pueblo y me hubiera arrastrado con ella cada día a la iglesia; Mientras se confesaba, atribulada siempre con la idea del infierno, yo enredaba por allí a mis anchas. El crujir de los reclinatorios bajo la luz parpadeante de los cirios y la soledad de la iglesia en esos momentos, me inspiraba. Me ayudaba a creer en otras cosas, y a darle sentido a mi aburrida existencia.

Ayer cumplí 34 años y aquí estoy, esperando un autobús que me lleve a ti. Me resguardo de la lluvia bajo la marquesina. El agua cae sin piedad, y el cielo ruge y llora desconsolado mientras me asaltan los recuerdos.

Nos conocimos hace 2 años cuando te enviaron a trabajar al comedor social de la diócesis, te movías entre las mesas discreta, regalando sonrisas y convirtiendo aquellas veladas en grandes banquetes. Reflejaban tus pasos un alma confiada e inmensa. Alguna vez sentí celos de tu entrega y de la firmeza de tu vocación, y lo cierto es que jamás diste muestras de interesarte por mi más que lo justo y necesario. Nunca me importó esa indiferencia, tu inocencia me ayudó siempre a mantenerme en el lugar que me correspondía. Me gustaba poder admirarte así, sin tu saberlo.


Hace ya varios meses que te encontramos tirada en el huerto. Tus hermanas te recogieron y vimos irse la ambulancia, abatidos. Desde entonces tu vida ha sido un continuo ir y venir de médicos y tratamientos interminables.


Hace un rato ha sonado el teléfono de casa. Me han llamado para que acuda al hospital “a la mayor brevedad, D Ignacio”. No me han dado demasiadas explicaciones, he tratado de adivinar más allá de las palabras, del tono de la voz al otro lado del teléfono, pero estoy desorientado. Estás ingresada, como otras muchas veces, No sé qué voy a decirte, ni si esperas que te diga algo. Mi espíritu está enredado con mis sentimientos y rezo desesperado una jaculatoria detrás de otra.

El autobús que me lleva al hospital está abarrotado. Se van sucediendo las paradas una a una; ya está, hemos llegado. La gente se apresura a bajar, impaciente. Yo espero a que todos salgan, y bajo el último. Camino rápido bajo la fuerte lluvia, y siento como el agua me cala hasta los huesos.

Las puertas correderas se abren a mi paso invitándome a entrar, y unos metros más allá me encuentro con un mosaico de olores que tratan de jugármela colándose en mis recuerdos. Me apresuro a preguntar en recepción. “disculpe, ¿Sor Inés?” Me indican el número de tu habitación.
  

Entro en el ascensor. Los botones que anuncian los pisos están desgastados, apenas se distinguen los números. Marco el 3º. “Oncología” reza un cartel. Habitación 345. Me detengo delante de la puerta y llamo suavemente. Sigo calado. Helado de frío.

Me abre una hermana. Sor Luisa. Tiene el gesto grave. Miro por encima de su hombro y ahí estás, tumbada en la cama. Delgadísima, mi dulce Inés. Llevas el rosario anudado en las manos que descansan sobre tu pecho. No puedo creer que seas tú, pero tengo la evidencia delante de mis ojos. Estoy temblando, el frío se me coló dentro. Me gustaría poder susurrarte todo lo que me inspiras, pero me trago las palabras El alzacuellos asfixia el nudo en mi garganta y me recuerda insolente cuál es mi papel. Le pido a Dios por tu alma con la certeza de que prepara tu llegada. Y vuelvo a sentir los celos mezclados ahora con una infinita pena.


La madre Superiora fija sus ojos en mí, me apremia, y me oigo recitar: “In nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti”.