NIEBLA

 
Los hombros ligeramente encogidos y las manos metidas en los bolsillos de su trenca. Bufanda de lana, y el aliento envuelto en frío. Caminaba con prisa. Miraba a un lado y a otro hundiendo su barbilla entre las solapas del abrigo y, de cuando en cuando, se giraba comprobando que nadie le seguía. Me crucé con el en una esquina, y, demasiado concentrado en su propio paso, tropezó conmigo. Nuestras miradas se cruzaron un instante, y todo lo que yo llevaba encima, cayo precipitadamente ante nuestros ojos.

_ Discúlpeme susurró.
_ No se preocupe, le respondí, mientras recogía los apuntes que habían caído al suelo.

Me apresuré a amontonarlos, y a limpiarlos con un pañuelo, el suelo estaba mojado, y se habían empapado. El volvió la mirada hacia la calle de la que venía, y dudó. Finalmente se agachó y nuestros soplos blancos se encontraron mientras rescatábamos mi trabajo del suelo helado. La luz tenue de las farolas nos alumbraba desde los charcos, y el olor a húmedo, se mezcló con el perfume de aquel desconocido. Busqué sus ojos, agradecida por su ayuda, pero sus gestos impacientes me impedían encontrar su mirada. Cuando no quedó ni un papel por recoger, se levantó, y me sonrió levemente.
Pensé que iba a decirme algo, y aun agachada le sonreí yo también, animándole. A lo lejos se oyeron pasos, y la calle se llenó de un sonido apresurado. Alguien se acercaba, y el desconocido se alejó corriendo dejándome allí, sola, y huérfana de su voz.

Le miré mientras se alejaba y se perdía por la calle Sacramento.

Los pasos que provocaron su huída, se perdieron en la distancia, y caminé hacia mi casa, pensando en aquel hombre y en nuestro fugaz encuentro.

Al día siguiente me levanté temprano. La radio hablaba de la niebla que mantenía Madrid envuelta en el misterio aquellos días. Mientras daba vueltas a mi café, miré la tele, e inmediatamente sentí el sonido de la taza chocar contra el suelo de la cocina. Los informativos mostraban el rostro de un hombre.
“Desaparece en extrañas circunstancias” explicaba la noticia.

Temblaba de miedo y de frío, cuando marqué el 091.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

AY AMIGA...

 
Me cuesta mas de un rato, y mas de dos. Me cuesta mas de tres aceptar que te vas. Que estarás mas de 4 suspiros fuera, y que tendré que contar hasta 5 y hasta 6 para que vuelvas. Y se que volverás, pero pasarán más de 7 u 8 meses, y no se dónde lloraré, ni quién me ofrecerá esas infusiones viajeras, para terminar preparándome unos deliciosos cafés. Porque da igual el tiempo que hace que nos conocemos, aun no he conseguido que se me pegue tu infinita capacidad de querer, de aceptar, y de conquistar a todos; tu alegría, tu optimismo, tu paciencia, y tu dulzura. Nena, tendré que contar hasta 9, y quizás hasta 10, y volveré a comenzar.

Encantada de hacerlo si vuelves, y me devuelves tu sonrisa.

Cuéntamelo todo, disfruta como solo tu sabes hacerlo, cómete a besos a tu compañero de viaje, y échame de menos. Aunque solo sea un poquito y en perfecto inglés.

MI MADRE

Nunca dejaba las cosas sin acabar. Esperaba a que todos hubiéramos terminado las cenas, el ajetreo interminable en la cocina, y las historias del día, para dejarlo todo ordenado y recogido. Nunca jamás dejaba nada para el día siguiente. Terminaba siempre el último pulido de la encimera con un trapo limpio, y con un suspiro, se desataba el delantal.

Entonces subía las escaleras despacio; quería terminar, dejar la rutina que nos unía a ella, y zambullirse en la suya propia. Cerraba despacio la puerta de su habitación y, media hora después, bajaba las escaleras de nuevo; Abrigada, y dejando a su paso ese olor tan suyo a crema hidratante y a jabón. Nunca vi a mi madre hacer una rutina diferente a esa. Ningún placer superaba al de enredar en los rincones de su baño. Todo ordenado, dispuesto, y siempre limpio.

Después entraba en el salón, comentaba con mi padre la programación de la noche y, si no le gustaba, se entregaba al placer de la lectura. Se sentaba siempre en el mismo rincón, siempre en la misma postura. Si cierro los ojos la veo buscar sus gafas, sacarlas de su estuche negro, y colocar a su lado los pañuelos de papel y el cacao para los labios. Siempre el mismo ritual. Uno de los tantos que acompañaron mi infancia y que tanta seguridad y tanta añoranza me traen a veces.

Recuerdo su postura frente a los libros, la pierna derecha ligeramente ladeada y la cabeza inclinada sobre la historia. Normalmente, a la hora en la que su telón se abría, era el momento de cerrar el nuestro, y nos íbamos a la cama con sus besos húmedos custodiando nuestros sueños.

Por las mañanas me colaba en aquel escenario y contemplaba los restos de aquellos instantes tan suyos. El cenicero con sus colillas, su hueco en el sofá tibio aun, y en ese espacio, el libro cerrado, con sus gafas encima. Esos ratos, en los que aún no había ventilado, y no había tenido tiempo de ordenar, sin ella saberlo me dejaba asomarme a su lado más íntimo. Me gustaba pensar como iría su libro, si le estaría gustando, o no. Me preguntaba si era feliz mi madre. Los restos de sus momentos a solas eran para mí como una ventana a su mundo propio, entonces soñaba con tener otra vida para dejar de ser su hija y poder ser su amiga y compartir más, y cuidarla mejor.

Han pasado algunos años, pero cada noche, cuando me meto en la cama, aquella sensación de maravillosa rutina me envuelve cuando dejo el libro sobre la mesilla, coloco mis gafas encima, y sonrío fugazmente al ver los pañuelos de papel, el cacao para los labios, y su foto guardando mis sueños.

Las líneas de hoy son un recuerdo real, una pincelada sólo de todos los recuerdos que guardo de ella. Mama, eres muy grande...

¿IMAGINAMOS?

¡Menuda fotografía!
En cuanto la ví, la quise.
Testigo de aquello, su creadora, mi querida Amali.
No sé cómo lo veréis vosotros, pero ¡qué cantidad de historias esconde la escena!
¿Alguna sugerencia? En breve, la mía.


DEJARE LA LUZ ENCENDIDA

No se en que momento empezó a pasar, pero te miraba y no te veía.
La rutina lo había desordenado todo dejándolo revuelto. No podía besarte, ni mirarte a los ojos, porque no me veía en ellos, no te veía.
Y aquella oscuridad me asustaba.

Un día, cuando a duras penas soportaba el peso de mis dudas, me llegó un email. Debía viajar, había un contrato que había que cerrar, y el comprador precisaba que fuera en aquel lugar en concreto. Dije que sí. Mire el mapa, y suspiré.
La mañana en la que debía coger el avión, te levantaste antes que yo; cuando entré en el baño, tu olor se me coló dentro, tan adentro que noté como las lágrimas me sacudían. Brotaban llenas y ansiosas por decirme algo. Tu esencia me hablaba alto, pero yo sólo podía encogerme. Algunas noches, cuando dormías, te miraba tratando de tocar suave alguna de tus puertas, pero nadie abría. Escuchaba tu respiración y hundía mi cabeza en tu pecho tratando de encontrarnos.
Estaba tan oscuro…

Aterrizamos de noche. Cansada del viaje, de pensar, y de coger aquella maraña y tratar de soltar nudos, me dejé llevar al hotel, y caí rendida al sueño.
Cuando abrí los ojos, no sabía dónde estaba. Miré a mí alrededor, acomodé la almohada, y sentí el tacto suave de aquellas sábanas blanquísimas. Me levanté y me di un baño tranquilo. Pensé en ti mientras admiraba los detalles que habían dispuesto para mi visita. Todo lo que me rodeaba parecía nuevo, y me invitaba a estrenar hasta mi propia vida. La decoración era maravillosa.
Al terminar, quise dirigirme a la recepción del hotel. La noche anterior las prisas no me habían dejado fijarme en nada, y la verdad es que a mi alrededor no había otra cosa que vegetación, y caminos envueltos en estanques y flores. Tomé uno de ellos. A los lados multitud de casitas, idénticas a la que me servían de alojamiento, pero ninguna pista de dónde estaba la salida. En estas estaba cuando divisé al final de un sendero una figura menuda. Era una mujer. Pequeña en estatura, y finísima en su talle. En seguida pensé, por las vestimentas, que era alguien del servicio del hotel, y me dispuse a pedirle ayuda.
Cuando me acercaba a ella, mis pasos se volvieron vacilantes. Llevaba algo entre las manos, y se arrodillaba para colocarlo sobre el suelo. A sus pies, formando un mosaico de colores, había varios cestitos. Parecían hechos de mimbre. Eran preciosos. Dentro de cada uno de ellos había flores balinesas, las había de unos tonos tan extraordinarios, que los ojos saltaban de unas a otras, sin poder evitarlo. Sin querer evitarlo.
Los colocaba uno al lado del otro con exquisito cuidado, mientras sus ojos sonreían.
Cuando hubo terminado de alinearlos todos, encendió una varita de incienso, y me observó. Me miró por dentro también.
El incienso y el brillo de aquellos ojos oscuros se me colaron dentro del mismo lugar donde habitaba tu olor. Y la mezcla me hizo estremecerme. La mujer me tomó las manos y me explicó que aquello era una ofrenda. Que cada día paraban, apartaban las nubes negras, y preparaban aquellas ofrendas de color, de aquel modo tomaban conciencia de su realidad, y daban gracias sin perder de vista lo más valioso; lo explicaba de un modo tan cercano, que parecía obvio… la calidez de la ofrenda prendió el chispazo. Miré hacia dentro, y me vi reflejada en tus ojos verdes. El olor a flores se mezcló con el de aquella vela, la que me serviría para volver a casa.

En ese mismo momento, envié un mensaje.
_Te echo de menos
Al instante, tu respuesta.
_Vuelve. Dejaré la luz encendida.

OFRENDA

Preciosa foto. No desvelaré de donde es…pero tiene que ver con el próximo relato.

¡Muchas gracias por todo Amali!



LA VIDA ES BELLA

Sonrío mirando la foto mientras escucho aquella melodía en mi cabeza;  juego con la alianza y la bailo entre los dedos, colocándola una y otra vez en su lugar, para que el brillante que la corona, luzca como debe.

4 años ya.

Sigo sonriendo y hago recuento de todos los desencuentros que han acabado en rincones luminosos, y de la cantidad de tardes juntos soñando esta vida.

Te propongo seguir, saquemos las ceras de colores y pintemos juntos. Hemos sabido contar hasta tres, ¡sigamos contando!…al fin y al cabo la Vida es Bella.

UNA VENDIMIA DIFERENTE

No había sido un verano excesivamente caluroso en Sanint Lurent, de modo que la vendimia llegó, llamando discreta a las puertas de mi otoño. Durante aquellos días, el tiempo se detenía bajo mi ventana. Era un espectáculo que había disfrutado con mi padre, y con mi abuelo, y que había aprendido a saborear a traguitos pequeños, apretados, y de color azul oscuro, casi negro.
Cuando ya llegaba la tarde, me acerqué paseando hasta los viñedos; las barricas se habían desbordado y el vino lo anegaba todo. La finca y sus veredas sabían a aceituna y a grosella, y el caldo discurría suave y cohibido. Se oía el crujir de los setos a su paso, y el olor a cedro y a menta lo iba colmando todo. Me llené de aquél aire los pulmones, y caminé. Avanzaba con cuidado, sentía la humedad entre mis pies, y me movía cauteloso para no estropear el milagro. No dejé de pasear durante un buen rato, cada tanto sacaba mi copa y capturando un poco del suelo, lo iba probando, dejando que mi memoria se perdiera dentro de aquel aroma a tabaco.

Poco a poco el sol se fue poniendo, y en el preciso momento en el que se ocultaba tras el horizonte, presentí la melodía. Me senté en un alto, y me dejé engañar por aquel momento. Violines y clarinetes sonaban acompasados. Lo hacían de un modo tan suave, que resultaban casi imperceptibles; El vino seguía acariciando la tierra, pero lo hacia cada vez más lentamente, siguiendo el compás de aquella música, y de aquella luz. Poco a poco el caudal azul y escarlata fue parcelándose; cada riachuelo tomó su rumbo. Una sintonía de música, olores y colores, fueron enredándose entre las cepas desnudas, trepando y humedeciendo su tronco, y sus hojas secas. La música se fue haciendo más intensa, los violines gemían a solas ya y, excitados, acompañaban aquella coronación maravillosa. Descendí de donde estaba, el suelo empezaba a secarse, y podía caminar entre las parcelas más cómodamente. Me acerque conmovido a una cepa, prácticamente no había luz ya, pero rocé con mi mano derecha sus ramas. Sonreí, allí estaban, llenas y repletas de nuevo. Las vides se habían dejado vestir con sus preciados racimos

OLORES, COLORES, SABORES...

Una imagen de Patricia Lafuente Colera, diseñadora gráfica que vuelve a colaborar con Recortables y Quimeras. Iustración para un relato que está en curso... vamos a imaginar un tiempito, y despues, la historia...

MI INSPIRACION


El café está listo. Con la mesa despejada y el zarandeo de la lavadora de fondo, arrío velas y persianas buscando la calma precisa para deshojarte. Me quiere, no me quiere… y voy conquistando embelesada el regalo que me han hecho en esta tarde de domingo. Un rato libre para encontrarme contigo. Ponte cómoda, anda. Hasta dentro de unos días no compartiré el relato que me susurraste… ¿preparamos un aperitivo mientras tanto?

LIBÉLULAS

Cuando llegaba el verano, y las noches se tornaban cálidas, le bastaba esperar a que la oscuridad lo llenara todo, para poder capturar aquel momento, y guardárselo en el pliegue más calentito del alma. Se sentaba sigilosa en la puerta de su jardín, y buscaba entre las ramas de los árboles, curiosa. Movía la cabeza despacio, temerosa de romper el encanto, hasta que los veía asomarse bajo la luz de la luna. Poco a poco, la vista se iba haciendo a la oscuridad, y las estrellas aparecían en escena, alumbrándolo todo y descorchando el hechizo.

Se reunían en el rincón de su particular edén, las noches claras de luna limpia. Eran cuatro. Astrónomos, sabios, príncipes, imposible saberlo. El mayor permanecía muy cerca de los demás. Concentrado sostenía un libro, y relataba historias con un cariño inmenso. Les mostraba cada estrella, y cada planeta, nombrándolos una y otra vez, incansable. El segundo no cesaba de moverse. Moreno, inquieto; miraba al cielo con intensidad, y apoyaba su cabeza sobre el tercero. Este, con unos ojos azulísimos, escuchaba todo lo que los demás decían, y con una dulzura exquisita, concentrado y responsable, sostenía la mano del más pequeño de los eruditos…el último…inquieto e impaciente por conocer la galaxia, y por vivirlo todo.

Sentados en la hierba escrutaban el cielo con ahínco. Cuando uno hablaba, el de al lado completaba la frase en un ir y venir de carcajadas y de ohhhhhhs de admiración. Cada uno tenía un papel en el espectáculo fantástico. Mientras uno dirigía, el otro provocaba el alborozo de aquel singular grupo, animándolo a seguir con los ojos fijos en el cielo; Ella los miraba a escondidas sorprendida de aquellas cuatro criaturas, tan diferentes entre sí y tan cercanos; Esas noches, se mezclaban casi pisándose, riéndose hasta el agotamiento; Custodiaban su mundo fantástico, ayudando a los más pequeños a identificar el sinfín de libélulas que surcaban la Vía Láctea. Eran noches mágicas de bostezos y descubrimientos.

En un momento dado, el segundo sabio, pregunto al primero.
_ ¿Tú crees que allá arriba vivirá alguna princesa?
_ Si claro, respondió muy serio este, colocándose las gafas.
El más joven, impaciente, añadió:
_ Pero ¿será una princesa preciosa de esas de los cuentos?
Entonces el príncipe de mirada azul, muy serio, se llevó las manos a la cara, y se frotó los ojos, cansado. Casi en un susurro, dijo:
_ Será guapa, pero nunca más que ella.
El resto le miró, sonriendo.
 

Han pasado 30 años. Cuando la abuela me ve entrar en la galería, se apresura a limpiarse las manos sucias de pintura. Me recibe cálida, como siempre.

Se sienta en su butaca, y le pido que me cuente de aquellas noches de verano de las que papa tanto me ha hablado y cierra los ojos, rindiéndose a sus recuerdos. Pasan unos segundos, la luz se cuela entre las rendijas de las persianas, y huele a café, a canela y a nueces. Suspira profundo y me mira directamente a los ojos, antes de desgranar la historia…

Mis 4 hijos compartiendo el firmamento, ¿puedes imaginar mejor regalo?

ANTES DE LA HISTORIA...

Esta semana tengo la suerte de que Paula Alenda, haya preparado este dibujo para acompañar un cuento. La historia, en breve. Os animo a que le echéis un vistazo a su rincón;  enontraréis un trabajo bien hecho, y unos dibujos suaves, preciosos. Gracias Paula.

LA CARICIA


Escuché el estruendo en el preciso instante en el que te buscaba entre aquella cortina de agua. Llovía a mares. A duras penas podía mantenerme en pie, el barro lo llenaba todo, y lo que quedaba de nuestra cosecha, se lo había tragado el agua. Las gotas caían apresuradas por mi cara y escalaban mis pestañas, cegándome. No te veía. Habías salido delante de mí, turbada por tanta lluvia, dispuesta a salvar lo poco que nos quedaba por perder.
Hacía ya más de dos días que el cielo escupía desafiante, las carreteras estaban cortadas, y el puente que unía nuestra Aldea con Sukkur, se había desplomado sobre el río. Llevábamos incomunicados ya dos días, y los alimentos y el agua empezaban a escasear. Todo eso te había impulsado a salir corriendo. Te dije que no lo hicieras. Que esperaras a que parara un poco. Pero nunca se te dio bien esperar.
De pronto lo oí, un sonido fuerte, abundante. Una explosión que me arrastró irremediablemente. El agua me envolvió en sus brazos y me alejó de ti.
Traté de pensar, de actuar, de no dejarme llevar por el pánico que se iba instalando entre los pliegues de mi alma. Luchaba por mantener la cabeza fuera del agua -turbia, y tenaz-, para poder respirar y mantenerme con vida. Pero las fuerzas me iban desamparando. Aquello era más fuerte que yo. Me dejé ir -perdóname-, y me enredé en mi propia vida con sus imágenes luminosas.
Y entonces sucedió. Te vi. Los brazos ligeramente abiertos, tu vestido flotando en dulce compás con las aguas, y esa sonrisa cómplice y plácida coronando tu rostro. Ya no mostrabas la desesperación que te acompañó esta mañana, cuando saliste a exigirle al cielo una explicación. Te vi. de pronto, clara y nítida. Alargaste la mano, y me acariciaste el pelo, suave.
El estruendo había dejado paso al silencio.

LA CARICIA...EN BREVE

Como adelanto, para que vayaís imaginando, una imagen. Estremecedora, ¿no?




Gracias Javi por la foto, eres un artista.

ATREVETE


Dibujaba círculos con el índice de su mano derecha. Sobre el papel, la pluma que se había regalado, y el encargo de escribir algo. Aquél editor había convocado un concurso de relatos, y quería presentarse. Nunca había expuesto sus historias. Le parecía arriesgado e innecesario. Pero el día anterior, leyendo la convocatoria se había decidido. Quería atreverse.
La historia debía nacer de una imagen que les habían entregado en un sobre cerrado; lo abrió con cuidado y se quedó contemplando aquellos trazos. Una mujer morena se llevaba las manos a la cabeza con un gesto indescifrable en el rostro. Vestía un vestido rojo y el pelo recogido en un moño espléndido. Más abajo, casi escapando del papel, la misma mujer, pero vestida de blanco.
Miró despacio aquel duelo de imágenes, y le pareció oler el desamparo. Cerró los ojos.
Se vio de nuevo ante aquel espejo antiguo. Alguien le ayudaba a vestirse y a ultimar detalles. La emoción contenida que había en aquel vestidor, fluía ajena a la tristeza mortal que ella sentía. Ni siquiera el vestido le gustaba; el blanco hacía juego con su apatía, le oprimía el pecho, y le menguaba el alma. Nada de lo que había sucedido en el último mes le gustaba, pero no se había atrevido a decírselo a Carlos. El no escuchaba, y tanta proposición aceptada, y tantos planes, la habían llevado a aquel vestidor, y a enterrarse dentro de aquel vestido insípido.
Se montó en el Rolls Royce completamente mareada. Miraba pasar los campos a través de las ventanillas, mientras improvisaba excusas que la alejaran de aquello. Pero el coche paró, y alguien le abrió la portezuela. Una mano le ofreció el apoyo, y ella-otra vez-no supo negarse. La pequeña puerta de la Iglesia le invitó a pasar, levantó la vista del suelo, y en el mismo instante en el que vio a Carlos al final del pasillo, esperándola, pudo distinguir otra silueta en los primeros bancos. No esperaba verlo allí, tenía una buena excusa para no acudir aquella mañana. El estómago le dio una vuelta, y caminó más despacio, muerta de miedo.
Entonces se atrevió, avanzó unos pasos y, acercándose, le tomo la mano, y le susurró algo al oído. Por detrás, lejos, le pareció escuchar a Carlos decir algo, coreado por los susurros de los invitados. Sintió que respiraba mejor. El la abrazó, y sosteniéndola firme por la cintura, salieron corriendo. Arrancaron el coche, y desaparecieron.
Al cabo de unos minutos, cuando perdieron de vista la Iglesia. El la miró, y le dijo risueño “ te sienta muy bien ese color”.
Ella cogió airé, y rió como una niña. El vestido lucía rojo.
Cuando abrió los ojos, vio como Carlos le dejaba un café encima de la mesa, y salía de la habitación silencioso.
Suspiró cansada y se puso a escribir, esta vez tenía que atreverse. 

ENVIDIA

Eso es lo que siento cuando veo la ilustración de hoy. Es de una diseñadora gráfica, Patricia Lafuente Colera. Una oportunidad que me ha regalado, ella dibuja, y yo invento una historia…en breve cumpliré mi parte, ¡gracias Patricia!


NO LLORES

Lo encontraron derribado en la puerta de casa. Tendido de lado; murmuraba palabras enrevesadas, encogido en la acera. La sangre brotaba pletórica, tiñéndolo todo de rojo. Estaba vivo, con una media sonrisa en los labios y con el corazón latiendo bajito, pero con ese gesto presumido tan suyo; sostenía débilmente algo entre sus dedos.
Se llamaba John. Mentía sobre su edad para poder seguir viviendo en el hogar de acogida. Las niñas se volvían locas por él. Piel morena y pelo ensortijado; era alto, delgado, y guapo a rabiar. Hablaba con esa cadencia tan propia de los de allí, y tenía un algo que atraía a todos. Había salido huyendo de Medellín. Trataba de poner distancia, y de zafarse de los fantasmas. Habían asesinado a su padre a hierro, y la venganza heredada lo había llevado a matar para hacerle justicia.
Muchas tardes, aprovechando la luz naranja del embarcadero, compartía entre susurros que temía el desamparo de la noche; contaba que cuando caminaba solo, percibía con una certeza meridiana como sus muertos le acosaban. Como casi sentía sus alientos fríos en su cuello, como se giraba trastornado y movía los brazos tratando de ahuyentarlos. Vivía vigilando que las almas de los que había matado no le ahogaran en plena noche. Mi pobre John, sabía que su condena era precisamente estar vivo.
Compartía los crepúsculos con un joven sicario, una persona maravillosa con una suerte funestísima, y todos aquellos terrores, compartidos a media luz, fraguaron entre nosotros una unión especial.
En los meses que vivimos juntos, nos hicimos inseparables. Era un hombre sonriente y cauteloso Me contaba de cuando salían a matar; lo hacía en un tono de inmensa vergüenza, sin un solo matiz de vanagloria. Más de una vez yo le escuchaba entre lágrimas, y él se levantaba rápido del suelo y me abrazaba, “no llores” me imploraba.
Cuando se fue acercando el momento de mi partida, mi corazón comenzó a temblar, era una agonía diaria. Los muchachos iban despidiéndose, me entregaban notas de despedida, dibujos los más pequeños, y John, no se separaba de mí ni un minuto. La tarde antes de irme cogí una cadenita que yo llevaba colgada del cuello, y se la regalé. La puse entre sus manos y se las cogí fuerte. Era muy consciente de que, si John hubiera nacido en otro lugar, hubiera sido un hombre de provecho...aceptó la medalla, y se despidió de mí con un abrazo inmenso.
Al cabo de un tiempo de haber vuelto a casa, mi cabeza se resistía a caminar entre calles asfaltadas, nunca me había sentido más fuera de lugar. Echaba de menos el calor, la humedad, la música, y echaba de menos a los chicos.
Una tarde, sonó mi teléfono, lo cogí ansiosa cuando vi aquella interminable fila de números en la pantalla. Al otro lado de la línea, alguien se resistía a hablar, había un zumbido tremendo de fondo, y no resultaba fácil comprender, finalmente escuché:
“A John le han disparado”. Tras esa frase, un silencio sepulcral me cedió la palabra.
“¿Qué ha pasado?” pregunté, mientras un millón de escenas me mortificaban el alma.
“Le han asaltado en la puerta de casa, han intentado robarle pero parece que se ha resistido, lo han encontrado con un tiro en el cuello, y una cadena en la mano”.
Aquella voz se perdió en la lejanía, y  pude escuchar como mis entrañas tiritaban muertas de miedo y de frío. Me dejé caer, doblegada ante la desdicha obstinada de los desafortunados.

ESTRICNINA

La mesa estaba dispuesta para las grandes ocasiones. La ciudad de Beynac vestía sus mejores galas para recibir la visita del Cardenal Sodano. La hermana Amélie paseaba entre platos, vasos, y manjares, con la dulzura y el humilde aplomo del que se sabe ganador. Una vocación temprana la había llevado a dejarlo todo y a servir en un convento de Francia. Su labor la llenaba completamente, cuidaba de los enfermos, les lavaba el cuerpo y el alma, les daba de comer, y los acompañaba en sus tribulaciones. Nadie escapaba al encanto de sus dulces maneras. Cuerpo menudo, andares discretos, largas manos y rasgos finos. Mujer de reacciones contenidas, y carácter firme, se daba a los demás sin vacilar. Siempre.
  La luz se colaba esquiva entre las rejas de las estrechas ventanas, dejando a su paso espirales de polvo suspendidas en el aire. Amélie acariciaba los cubiertos, aderezando todos y cada uno de los detalles del convite. Al mismo tiempo desgranaba un rosario. “Santa María, ora pro nobis”, llenando la estancia de piadosos bisbiseos.
Cuando al fin el reloj anunció las 12 del mediodía, se abrió la gran puerta del salón, e hicieron entrada los invitados. Sotanas, alzacuellos, y una sinfonía de mitras color carmesí, hacían coro al cardenal Sodano. Su rostro siempre severo parecía particularmente tenso, y sus maneras pesadas y lentas contrastaban con el ir y venir de las hermanas sirviendo y disponiendo todo.
  Amélie acarició el pequeño frasco dentro del bolsillo de su hábito. Su rostro inmaculado casi dejó entrever su callada intención; cogió la copa de vino, y vertió el contenido del frasco. Despacio. Consciente. Después se acercó a la cabecera de la mesa, y ofreció la copa al cardenal. Este hizo un leve gesto con la cabeza, y bebió. Inmediatamente después, y escoltada por el silencio curioso del resto de invitados, bebió ella. Se miraron. Y mientras sus vidas sucumbían al veneno, ambos pedían perdón a Dios por los pecados cometidos.


Gracias Javichu por regalarme tu tiempo. Bien preciado y escasísimo. Gracias.

LA BÚSQUEDA

Una y otra vez se repetía aquella imagen. Mis pasos vacilantes, abriéndose camino entre la gravilla, me conducían a aquel lugar. Verde, sombrío. Siempre al fondo los bancos, y una silueta de mujer que se recogía sobre si misma encogiéndose un poco, como buscando darse calor con los brazos. Yo la observaba de lejos, mis pisadas sonaban más leves, y se mezclaban con el ruido de las hojas secas bajo mis pies. Como alertada por el sonido de mi proximidad, ella giraba su cabeza hacia el camino, y me buscaba entre los árboles, inquieta su mirada, mientras el viento mecía sus cabellos y mis anhelos. Era una mujer bellísima, de tez muy blanca y rasgos finos. Siempre misteriosa, y con aquella mirada tristísima, de un verde profundo. Me miraba durante apenas unos segundos, y luego, cuando mi corazón se aceleraba, presuroso, se levantaba, casi flotando, y desaparecía entre los árboles del parque dejándome solo.
Aquel día el paisaje apareció ante mí, como siempre. Conocía el camino perfectamente, y por alguna razón no se me ocurría cambiar el itinerario, tratar de llegar a ella por otro lado para poder acercarme más. Mis pasos trazaban, obedientes, el paseo de siempre. La gravilla crujía bajo mi peso. Allí estaba. Me fijé en seguida en que había cambiado su gabardina de siempre por una americana más ligera, se había soltado el pelo, y parecía menos encogida que otras veces. Miraba hacia delante apoyando sus dos manos en el banco. Cada tanto movía la cabeza y sus rizos rojizos se mecían suavemente. Parecía buscar algo, estaba esperando. Traté de acercarme sin hacer ruido, estaba nervioso, temía que pudiera oír mi respiración agitada; Entonces se volvió hacia mí, apenas nos separaban unos metros, nunca habíamos estando tan cerca el uno del otro. Me miró, se puso en pié, y se acercó hacia donde yo me encontraba. Inquieta, jugueteaba con algo entre sus manos, regalándome fugaces y verdes momentos. Cuando apenas nos separaban unos centímetros, puso sus manos sobre mis ojos, obligándome a cerrarlos, y me susurró al oído “¿qué buscas?”. No sabía que decirle, no sabía qué buscaba, mi sueño me llevaba a ella, y aquella visión se había convertido en casi una obsesión. Estaba obsesionado con hablar con ella, con saber que le pasaba, por que estaba triste… y sobre todo, por saber si era real, y algún motivo que yo no alcanzaba a entender, algo nos había unido en aquel sueño. Apenas pude susurrar, “¿Quién eres?”.
Sentí como deslizaba algo en mi mano derecha. Y sentí también un frío repentino. Abrí los ojos, y ya no estaba conmigo. Había vuelto a dejarme solo. En mi mano, una brújula pequeñísima donde aparecía grabado un mensaje: “No dejes de buscar”.
Abatido me senté en el banco. Me encogí sobre mí mismo rodeándome con los brazos, tenía frío y estaba solo. De repente escuche pasos de gravilla, venían del mismo sitio por el que había llegado yo, levanté la vista, y adiviné una sombra, alguien me miraba entre los árboles, casi podía escuchar su corazón latiendo rápido. Me puse en pié, y desaparecí de allí presuroso.
Me desperté bañado en sudor. Desconcertado me incorporé levemente. Algo me incomodaba, alargue la mano hacia la almohada. Se me había debido caer, y descansaba entre las sábanas.
Sobrecogido, respiré intensamente y me repetí, “no dejes de buscar”.
 


CALIMA

Llegó el tiempo de descansar, de urdir y de planear. Llegó el verano, y Recortables y Quimeras se retira unos días con una imagen en mente…

A la vuelta, la historia.

EL ARCO IRIS DE INÉS

Inés tenía 3 años y era una niña valiente y decidida. Cada semana acompañaba a su papa a montar a caballo, buceaba en la piscina, y jugaba en el parque con sus amigos. Pero había una cosa que le daba mucho miedo, más que ninguna otra en el mundo: Las tormentas. Cuando escuchaba el ruido de los truenos, se tapaba los oídos con fuerza esperando a que pasaran.
  Un día de mucha lluvia, su mama se la encontró en su cuarto con las manos rodeando su cabecita, la tomó en sus brazos y mientras la acunaba, le susurró: "Gordita mía, cuando tengas miedo piensa en algo que te guste, ¿qué te gusta de las tormentas Inés? ¡Piénsalo!, ¡algo tiene que haber!" Inés se quedó callada, pensando, había algo de las tormentas que sí le gustaba. Le encantaba el olor a hierba mojada, disfrutaba viendo las gotas deambular por el cristal, y adoraba saltar en los charcos mientras corría de la mano de su hermana a buscar refugio; pero había algo, por encima de todo eso, que le volvía loca, y era la magia hechizante del arcoíris, todos aquellos colores le fascinaban. Su madre le sonrió satisfecha, "¿el arcoíris?, muy bien hija, pues cuando tengas miedo busca en tu imaginación, verás qué tesoros esconde…"
Una tarde estaba jugando en casa, cuando de pronto el cielo empezó a ponerse oscuro y poco a poco empezó a llover.

Papa cerró las ventanas para que el agua no entrara en casa y lo mojara todo.


- "Inés" le dijo al cabo del rato "es hora de ir a la cama, mañana tienes que ir a la escuela".
- "Pero papa, no quiero meterme en la cama, me da miedo, llueve fuerte y hay tormenta, quiero que venga mama…".
- "Hija, ya sabes que mama volverá tarde hoy, métete en la cama y te dará un beso cuando llegue esta noche, ¿de acuerdo?".

Inés se metió en la cama a regañadientes, no quería dormir, no le gustaban nada esos truenos...
Se quedó muy quieta en la cama, esperando a que todo aquel ruido terminara, y entonces recordó lo que le había dicho su madre. Pensó en ella y en un arco iris inmenso. Y entonces, en medio de la intensa lluvia, vio una mujer que entretejía delicadamente miles de hilos de colores.
Enredaba entre sus largos dedos finas hebras de un rojo vivo, y las mezclaba con las verdes, y con las amarillas, más tarde.
Después acariciaba la mixtura mirando al horizonte, pensativa, y volvía a escoger con atención este o aquel tono. Hacía bonitas trenzas con unos y otros y se las ofrecía al sol. El astro, fisgón, asomaba la nariz entre la cortina de agua, y la mujer sonreía de placer. Entonces todas aquellas mezclas centelleaban y ella reía feliz. El agua empapaba su pelo negro, y todos los colores se fundían en una danza impecable con el agua, y con la luz blanca de aquel rostro. ¡Inés nunca jamás había visto un arcoíris más bonito!.
La mujer se giró hacia ella y le hablo con suavidad, "Inés, este arcoíris es un regalo solo para ti, cada vez que lo veas en el cielo, recuerda que las tormentas pueden ser maravillosas…". Entonces se inclinó y la besó dulcemente.
En ese preciso instante, Inés abrió los ojos, estaba en su habitación, los truenos habían cesado, y su madre cerraba con delicadeza la puerta del cuarto…





Las ilustraciones son un regalo genial de Pia, y de su tropa, para Ines en su tercer cumpleaños. ¡Gracias CarlotaGuille!, y muchas felicidades a mi dulce Inés.

AURORA


No consigo escribir. La mancha sombría me invadió hace un tiempo, y campa a sus anchas en mi cabeza. Codiciosa, me robó todos los recuerdos. Miro la pluma, tan familiar. Un nudo se me viene a la garganta. Sé que hace no mucho tiempo fluía entre mis dedos y me ofrecía inagotables placeres. Ahora se niega a dejarse acariciar. No puedo escribir nada Aurora, no sé hacerlo. Mis dedos no obedecen a mis gritos ahogados. Mis manos no responden y se mantienen muertas sobre la butaca.
Algunas noches, cuando crees que duermo en mi butaca, te oigo llorar. Abres solemne los libros que coronan nuestra estantería. Sé que los he escrito yo porque me lo cuentas orgullosa; Acaricias las páginas, y me lees fragmentos de uno y de otro con el anhelo de quien busca la palabra que encienda la chispa de mi memoria. Pero no. No reconozco esos libros Aurora.
Ayer cumplí años. Invitaste a toda aquella gente, la misma que me viene a ver cada tarde, y que me vigila desde las fotografías que hay en mi despacho. Me esperaban en casa a la vuelta de la rehabilitación; sostenían globos, y un cartel enorme. No sé qué decía, pero te emocionaste. Siempre fuiste tan sensible… También vinieron varios niños que corrieron a abrazarte en cuanto cruzamos la puerta. Te llamaban abuela. Se te veía feliz.
Me giro hacia la entrada de mi despacho, y te veo entrar. De tu mano uno de los niños que estuvo ayer en casa. Os acercáis a mi butaca. El chiquillo es guapo; Me recuerda a alguien, pero no sé a quién. Es rubio y se me acerca con descaro; Me desconcierta esa confianza y a la vez me invade una sensación de familiar calor. "Xabier, dale un beso al abuelo". Te miro atónito. El niño se pone de puntillas y me besa. Y me mira y sonríe. Tiene una sonrisa amplia y azul. Le acaricio el pelo rubio. A quien me recuerda…mi pensamiento se ve interrumpido por un "te quiero abuelo". Otra vez el nudo en la garganta. Sé que debería saber quién es. Me ha llamado abuelo, y me interrogas con la mirada. No, no sé quién es. Asiento. Torpemente. No respondo. Sigo mudo, y os vais como habéis venido. Lo siento Aurora, no sé quién es…si supieras que hay días que me sobresalto cuando me miro al espejo, si supieras que no me reconozco en el reflejo…quisiera hacer algo para aliviar esa pena que hace un tiempo te asalta y que se que tiene que ver conmigo y con la mancha, pero cada día que pasa es peor y el abismo se cierne sobre mis ojos, mi boca, y mi alma, profanando mis recuerdos.
Oigo la puerta de la calle cerrarse. El niño se ha ido. Vuelves arrastrando los pies- cansados-por el pasillo. Me miras al entrar, has vuelto a llorar, pero sonríes. Te acercas a mí, me tomas la cara entre tus manos suaves, sabias, y me preguntas: "Alfonso, ¿sabes quién soy?". Y me zambullo en tu mirada. Las palabras se amontonan en mi garganta. No puedo hablar. Te abrazo fuerte, con urgencia, y trato de que mi abrazo te transmita las palabras que han muerto en mis labios. Quisiera gritar pero las garras ávidas y feroces de la amnesia no me dejan ni siquiera recordar lo que quiero decirte. Cierro los ojos y hundo mi vieja cabeza en tu cuello, entre tu pelo. Aspiro profundo y dejo que tu olor me llene los pulmones…


Esta semana la ilustracion es de mi marido... Javier, gracias por acompañarme cada día, por estar detrás de mi para que me siente, para que escriba, para que sea mejor persona. Gracias, gracias, gracias.

CRÓNICA DE UN VIAJE (CAPITULO II)


-MUCHACHOS-
 
Primeros días...
Caminan lento, como esperando algo. Son hermosos, niños, jóvenes que han nacido ya condenados, y no hay más que decirles.
He sufrido ya todos los males y no se bien que es lo que me enferma, si el agua sin embotellar, o las historias que me cuentan los chicos. En mi casa, conmigo, a mi lado, compartiendo el arroz, viven 8 de ellos. Todos son mayores de 15 años y menores de 18...hace un calor tremendo, siempre hace calor, echo en falta las estaciones, y el fresquito por las noches, y sin embargo vivo enamorada de la hora en la que el sol se va, el caribe colombiano se tiñe de rojo a esa hora, corre una leve brisa y todo es posible...no me gusta llegar tarde a casa, tengo que estar pendiente de los muchachos, de que lleguen a la hora, y tengo órdenes estrictas de no dejar entrar drogas de ningún tipo. A partir de las 10 de la noche tengo la obligación de cerrar con llave la puerta del hogar...pero soy incapaz...no se si me empiezo a sentir medio hermana, medio madre, o medio amiga...pero dejarles dormir en la calle, eso no puedo.

-PRINCESAS-
 
Ha pasado un mes ya desde que llegué, y sigo perdida. Trato de ayudar, de hacer algo por alguien, pero los niños tienen unos problemas que no puedo ni entender. Por las tardes voy al hogar donde viven las niñas, mis princesas, y ellas me cuentan qué les ha llevado a dejar sus casas, y a vagar por ahí...las veo sentadas, tan guapas, y no se qué decirles cuando me piden que participe, que les cuente de mi, de mi vida...y yo tengo tanto y tan bueno, que callo y me sonrojo; nunca fui tan consciente de lo excepcional de lo cotidiano como en estos momentos. Ellas me consienten y no me exigen más. Cuando salgo del hogar, aún hace calor, y me dirijo al centro. El caos. Olores que se mezclan con el polvo ballenato, y con los gritos de los vendedores de agua. Quiero comprar algo que pueda regalarles a las niñas pero apenas las conozco y no tengo prácticamente dinero. Me decido por unos pequeños jabones que huelen dulzón. Compro papel muy rosado y muy brillante, y vuelvo feliz a casa, nerviosa por ser la primera vez que voy a abrirles un poco el corazón a las princesas, ellas son tiernas y yo me siento pequeña ante las barbaridades que han sufrido. Y sólo tengo plata para unos jabones.
 
-LA CALLE-
 
Hoy me toca trabajar en la calle, en una brigada. Mi labor consiste en caminar bajo un sol insolente y anotar, uno a uno, los nombres de los pelaos que veo. Me explican que hay que tratar de sacarlos, de llevárselos a un hogar y de nuevo me siento invisible, no se cómo hacerlo. Me acompaña Rubén, un educador que además vive en mi casa una semana de cada dos. No me separo de él ni un centímetro. Caminamos y vamos saludando a uno, a otro, al hermano de este y al de aquel. Me gusta reconocerlos, algunos días hay niños nuevos. Los que llevan ya tiempo en la calle son viejos, son niños ancianos. Piel oscura y dura, pies descalzos y un descaro para traficar con todo y con todos del que no me escapo ni yo.
Estando con ellos, siento como si el mundo entero se redujera a nuestras conversaciones. Me cuesta imaginar qué les puede llevar a dejar sus casas para alojarse y aliarse con esta vida perra. Su particular universo está habitado por sicarios y ajustes de cuentas. Las niñas se prostituyen, y ellos roban, pero cuando me abrazan fuerte lo hacen como niños, no han perdido del todo al niño.
Hoy se nos detuvo el tiempo, a ellos y a mi. Sé dónde pasan las noches tratando de cuidarse los unos a los otros, y de evitar que lo malo les pille en medio del sueño; las murallas son el refugio de sus sinsabores, y allá me dirigí hoy al acabar mi turno. Había pasado ya la maravillosa hora en la que el sol se va, compré de comer, y me senté junto a ellos. Me dejaron hacerlo, no se extrañaron, aceptaron mis dulces y nos dejamos mimar, ellos por mi y mis manjares, y yo por sus ocurrencias y sus historias fascinantes. La luna nos miró fija hoy, quizás sea porque -como yo- no encontró esta noche mejor sitio donde estar.

-PLAYA BLANCA-
 
El mismo calor húmedo de cada mañana se ha instalado en mi cuarto; Me levanto, preparo el café, hoy sin azúcar ni leche. La comida que tenemos asignada para el mes es escasa, y los artículos de lujo se acaban pronto. Es curioso, ni me acuerdo de ello. Comemos lo que hay. En casa aprovechamos la cáscara de las patatas y la freímos, no miramos fechas de caducidad y ponemos mucho mimo en inventar comidas a base de poco. Pero no me importa, tengo todo lo que necesito.
 
Bajo las escaleras que unen mi pequeño apartamento con el piso donde viven los chicos, han sido más madrugadores que yo y me reciben sonrientes. Me siento un rato a charlar con ellos, suena una champeta en nuestra radio, y alguno prepara limonada. Me hacen reír, me consienten, y me cuentan de sus cosas, de cómo va su adicción a la marihuana, a la engañosa vida de la calle, y a las malas compañías. No es fácil para ellos salir de todo eso. He visto muchos días como llegan de la calle vencidos, la droga  les cambia hasta el gesto. En esas noches, pasan por casa de nuestro vecino y toman prestadas algunas flores de su jardín, es su manera de mitigar la vergüenza que les da aparecer en casa derrotados por el vicio. Llegan, me obsequian con sus flores, y bregan por no mirarme a los ojos cuando me abrazan deseándome dulces sueños. No puedo pedirles más ahora. Son  lindos mis muchachos.
 
Quisiera poder congelar estos ratos bajo la sombra del palo de mango de nuestro patio.
 
En unos días vuelvo a España. Esta noche la pasaré fuera, con mis amigos. Me recogen impuntuales, alborotados, han conseguido una camioneta no se sabe dónde y juntos nos dirigimos al paraíso en la tierra: playa blanca, en la isla de Barú.
 
Curvas, baches, risas, cuentos, y la pena que antecede a la nostalgia que se que voy a sentir el resto de mi vida. Es la última vez que recorro estos caminos así, despreocupada, superviviente emocionada de mi particular aventura. Ya nada me resulta extraño, estrené amigos hace varios meses, todos costeños, leales, alegres y generosos.. No quisiera irme nunca de aquí, pero la poca conciencia que me queda de mi vida pasada me dice que esto no debe de ser para siempre. He recuperado la confianza y la alegría. Mi trabajo y los niños me han devuelto las ganas de todo, ellos, sin saberlo, me han dado con creces lo que yo venia buscando. Se me ha terminado el dinero que tenía ahorrado y debo regresar.
 
Ya hemos llegado. Es la playa más blanca, donde he pasado los mejores momentos, arena finísima y agua turquesa. Ni un rastro de civilización. Esta noche hemos traído con nosotros todas las ganas de abrazarnos, de disfrutar de una noche más todos juntos, y hablamos, y reímos, y el ron nos hace contar de más, y también de menos. Hoy duermo en una hamaca caribeña, se cierra por la parte de arriba y cuelga entre dos cocoteros, cierro los ojos acunada por el ligero movimiento, sigo escuchando las risas de algunos, y el leve crujir de las ramas y del esparto. Me duermo con la dolorosa certeza de que nunca más volveré a estar así de bien.
 
-RECUERDOS-
 
Me pides que te cuente de aquel viaje, y aunque sigue vivo en mi, no sabría explicar cómo es aquello, el olor más parecido que guarda mi memoria es el del algodón de azúcar, y me animo a contarte que en el centro, a lo largo y ancho de las calles coloniales, ese olor se mezcla con el barullo de los niños que van y vienen; niños más míos que de nadie por estar solos en el sentido más real y desnudo de la palabra; y te cuento que nada es comparable a pasar una tarde por y con Cartagena de Indias, una sola, cada esquina, cada vuelta, cada guiño, valen un mundo, más que un mundo, y que no he conocido yo dilema mayor que la bachata y el jugo de Mango en medio de la pobreza más total.
Te contaría también que tu amor es lo único que me mantiene aquí, que parte de mi alma prefirió quedarse, y que si tú me faltases me volvería sin dudarlo. Pero eso no te lo cuento.
Sólo se oye el ruido de la leña en la chimenea, está cayendo la tarde y sigue nevando en nuestro primer mundo.
 
-FIN-

CRÓNICA DE UN VIAJE (CAPÍTULO I)




-REFLEXIONES-

Un día cualquiera sale el sol, madrugador, y la ciudad se levanta. Rodeada y protegida por las murallas, evoca tiempos de oro, de terratenientes, de barcos españoles yendo y viniendo, de amores y desamores. Los niños duermen, cada uno en su particular esquina, o cajero, o canchita de fútbol, pero todos, todos, retrasan el despertar a sabiendas de que vendrá con hambre. Si no hay plata para comer, irán a pié hasta la industria de las afueras, allá donde saben que pueden mendigar un poco de pegamento del industrial. No tiene misterio la tarea, ponen un poco en una bolsa, y toman aire por la boca…maravilloso el drama, otra vez el sueño, y lo mejor, el hambre se ha esfumado, y con él la conciencia de lo bueno y de lo malo. A ratos, pocos, la vida les da una tregua, y ellos a si mismos se la dan también, dejo rodar un balón, y entonces parece que todos olvidan lo que son, poco a poco, desconfiados al principio, dejan que les guarde el pegamento y algún que otro tesoro, machetes, navajas, un par de zapatillas o nada. Juegan sin más. Nada que ver con la vida que uno planea para lo suyos. Soplos de aire fresco insuficientes para devolver el color a sus desteñidas existencias. Son niños tristes y desamparados en medio de una ciudad maravillosa.

Un viaje irremediablemente me trae una duda, el eterno dilema que supone descartar, rechazar lugares, decir que no a olores, colores, luces, matices...y luego proyectar en el destino elegido la tranquilidad de la decisión tomada...mi mente viaja ya...uno nunca imagina del todo lo que va a encontrarse, por mucha ambición que le ponga …pero la sensibilidad del viajero ya le dice que va a volver cambiado, diferente...viajar es cazar al vuelo una oportunidad que la vida nos brinda para empezar de cero. Ir a un sitio donde nadie te conoce, donde uno puede caminar reinventándose a si mismo, lo que has sido, lo que has hecho allá dónde comenzó la aventura, no cuenta; los días que dure mi viaje seré página en blanco, reescribiré una breve historia donde podré ser quien yo elija.
 
Aquella vez un capricho me llevó por casualidad a la bella y maltratada Colombia. Rincón de baile, de fruta y arroces de coco; alma virgen colmada de buenas historias. Yo me había perdido de vista, no me encontraba y un día me desperté y lo tuve claro: era el momento de subirme a un avión y regalarme la sensación de estrenar algo bonito. Durante algunos meses centré mis energías en encontrar un lugar donde poder trabajar, ahorrar algo de dinero y preparar las maletas; de esta manera medio entre precipitada e inconsciente, y recién abierto el paquete del otoñó emprendí mi viaje y cerré los ojos. Lo dejé todo atrás para entregarme en cuerpo y alma al rescate de los "niños de la calle" y de mi misma.
De Madrid a Bogotá, y de ahí directa a Cartagena. Un viaje largo que todos mis sentidos vieron recompensado con creces…

-Y LLEGUÉ-

Nada más bajar del avión, el olfato le saca un gran trecho a la vista, el olor dulce y concentrado del Caribe lo inunda todo, y tarda poco en metérsete por los huesos también, es el principio del fin de la vieja Europa. Lo que he vivido antes, lo que he visto antes y he dado por supuesto, deja de ser. Ya he llegado, y todo se vuelve lejano e interrogante.
Avanza el taxi por la Avenida Pedro de Heredia, miles de puestos hechos con chapas viejas llenan la calle, el pescado se vende a la intemperie, veo frutas desconocidas para mi, en carros tirados por burros, niños descalzos jugando con viejas ruedas de automóvil, rostros mulatos, oscuros y sonrisas francas, todo mezclado. La Avenida está saturada de taxis, busetas, y peatones en medio de un desorden total. No puedo ni abrir la boca, acabo de ver tres personas montadas en la misma moto. Me dirijo al lugar donde viviré los próximos meses y estoy fascinada por el ambiente que hay en la calle, no hay semáforos, no hay pasos de cebra, y a cambio la música suena alta y alegre. "Ya casi hemos llegado" me dice el taxista mientras toca el claxon por enésima vez en 10 minutos.

(Continuará...)

Gracias Amali por la foto, y por acompañarme siempre.

EL ESCONDITE

Es agosto. Son las 9 de la noche y el termómetro sigue marcando 35 grados de temperatura. Nuestras miradas se han encontrado y, sin haber hablado siquiera, huyo; tengo que esconderme. Mi intuición me dice que por mucho que trate de inventar, me encontrará hasta en el fin del mundo; pero tengo que intentarlo.
Creo que he encontrado un buen sitio. Me agazapo entre unos arbustos que -con apenas un metro y medio de altura- me obligan a encogerme hasta rasparme las rodillas. Me siento seguro aquí. Jugueteo con esa sensación fascinante que tienen los niños: si yo no veo a los demás, ellos tampoco podrán verme a mí. Tengo la infantil tentación de taparme los ojos. Estoy metido en un juego que no me gusta. Reviso mis rodillas para valorar los daños, pero mi respiración entrecortada apenas tiene tiempo de recomponerse cuando le veo acercarse, me ha visto. Cojo impulso y escapo.
Y corro;  corro tanto que me duelen las piernas. Noto como el sudor resbala por mi espalda. El aire apenas llega a mis pulmones. Intuyo el final. Apenas me separan 10 metros de él, pero no sé si llegaré a tiempo…Me sigue tan de cerca que casi puedo oler su aliento agitado. El ruido de sus zapatillas se mezcla en perfecta sintonía con los gritos que nos jalean. Me ha tocado, me ha rozado la espalda. Un escalofrío recorre mi espina dorsal. Dos metros más y ya está. Apuro mis fuerzas, estiro mi brazo derecho, y acaricio urgente mi libertad mientras grito “¡casa!”
El juego para mí ha terminado. Estoy a salvo.

ESPERAME

Llevaba tanto tiempo sumida en aquel desanimo, que cuando abrió la carta le faltó el aliento. Los trazos eran vacilantes, muchas veces ilegibles, pero aquella letra podía ser suya. Durante los últimos meses lo habían buscado sin descanso, pero todos los esfuerzos habían resultado estériles. Lo daban por muerto. Eso le había dicho la policía, eso y que el caso estaba cerrado.
Era tarde. Acarició el papel entre sus manos y se lo acercó a la nariz, aspiró fuerte buscando algo, un olor familiar, algo que reavivara sus recuerdos y despertara el alma ausente. Pero no encontró nada entre tanta palabra. De pronto se sintió inquieta. Muerto. Habían celebrado un funeral, y lo había llorado hasta marchitarse.
Repentinamente percibió un estallido. La luz se había ido. Se asomó a la ventana, todo el barrio estaba a oscuras. Se acercó al armario de la cocina y cogió una vela. La tenue luz proyectó mil sombras en el pasillo. La llama tintineaba acompañando sus pasos. Caminaba hacía el cuarto del fondo. De allí brotaba, casi imperceptible, un llanto lejano. Con el corazón encogido, alargó la mano derecha hacia el pomo de la puerta, y en ese mismo segundo una exhalación hizo que la llama de la vela se inclinara y terminara por apagarse. Una negrura total la atrapó.
No se atrevía a moverse. El llanto había cesado, pero sentía una respiración cercana. Estaba ahí. Sentía su aliento agitado. Súbitamente un sonido la hizo recuperar la conciencia. Era el teléfono. Se apresuró a cogerlo. Parecía que la luz había vuelto.

- “¿Dígame?”, preguntó
- “¿Ana?” dijo alguien.
- “Sí, soy yo”.
- “Ana…” la voz al otro lado del teléfono la llamó arrastrando su nombre con una enorme tristeza.
Ana escuchaba mientras trataba de controlar sus manos temblorosas. “¿Quién es?, ¿Eres tú?, ¿oiga?, ¿oiga?”.
La comunicación se había cortado, las lágrimas envolvían su rostro, y sólo sus sollozos rasgaban el silencio. Un fuerte olor le hizo levantar la cabeza, venía de la cocina, corrió por el pasillo, olía a quemado; en el suelo, las llamas engullían un papel, lo cogió antes de que fuera devorado por el fuego.
Alcanzó únicamente a leer las últimas palabras, “Ana, espérame”.



Esta semana vuelve a compartir su arte Pia Alzaga. ¡Muchas gracias por tu visión de esta historia!

UN REGALO PARA ANA

Conocí un sitio en el que las cosas existían y cobraban vida sólo cuando un rey sabio las pintaba.  Las coloreaba con tanto mimo que todo era bonito y brillante. Dibujaba flores de mil colores, animales de brillantina, y valles y montañas surcados de ríos de limonada. El rey sabio amaba todas aquellas maravillas, pero por encima de todo lo que había pintado, lo que más quería era a su pequeña creación…

Lucía era un hada. Un hada pequeña, y preciosa. Desde el momento en el que el rey terminó de dibujarle las dos alitas, sus grandes ojos marrones comenzaron a mirarlo todo con curiosidad; cualquier cosa la hacía reír dejando a su paso sonoras carcajadas. Le gustaba hacer burbujas con el jabón de las nubes, y los dulces que crecían en los prados azules y naranjas; Era feliz deslizándose por toboganes de plastilina y vivía rodeada de un sinfín de seres que la adoraban...Lucía pasaba el tiempo brincando, cantando y bailando y así transcurrían sus
días, aleteando de un lado a otro.


Un día se despertó temprano, y se sintió triste. Hacía tiempo que miraba a su alrededor y adivinó que le faltaba algo importante; impaciente, el hadita agitó sus alas y voló por encima de tanta belleza, había decidido ir a ver al rey. Él podría ayudarla.


El monarca, cuando la vio entrar con su carita preocupada, en seguida le preguntó:


- "¿Qué te pasa Lucía?"
- "No lo se, no estoy contenta" le respondió ella.
- "Pero, ¿por qué hadita?" le preguntó el, “aquí tienes todo lo que un niño podría soñar...".
- "Lo se, pero me falta algo. Echo de menos tener a alguien que me abrace, que me cuide cuando las alitas me duelen de tanto agitarlas, alguien que me quiera mas que a nada en el mundo"
- "Mi querida Lucía", le dijo el rey cariñoso, "si de verdad lo que deseas es tan fuerte, si estás segura, tendrás que renunciar a tus alitas y a todo lo que he dibujado para ti..."
El hadita, decidida, se puso de puntillas y se colgó del cuello del rey. Era un hombre muy bondadoso. Sin apenas pestañear, le sonrió y le dijo "estoy segurísima".
El rey la miró un poco entristecido, iba a echarla mucho de menos.
El hadita preciosa se despojó de sus alas con mucho cuidado, y después de abrazar al sabio, cerró los ojos con fuerza...
Cuando los abrió, despacio, alguien la sostenía mientras le limpiaba con dulzura las manitas. Iba acariciándole uno a uno todos los deditos mientras desgranaba melodías dulces. No tenía alas, pero aquella dama olía mejor que todos los campos de golosinas juntos. Era su mama, y se llamaba Ana. 




Mil gracias a Pia Alzaga por sus ilustraciones en este cuento! has sido un gran Kobijo amiga.