SOLA

El azar nos empujó hasta allí.

Había muchísima gente, y entramos todos con prisa sin mirarnos apenas. Las puertas se cerraron, y antes ya de que lo hicieran, tu olor se había colado en mis huesos y tu mirada me había desarmado llegándome al alma.

Me preguntaste mi nombre, y me ofreciste tus manos cálidas. Te quedaste tan quieto mirándome, que sentí tu pulso rastreando el mío. Entonces sonó la campana. Era mi parada.

Solté tus manos y un frío urgente y penoso me agarró la nuca dibujando la sorpresa y el disgusto en tus ojos grandes; me acercaste a ti impaciente, te inclinaste levemente, me colocaste el pelo detrás del oído y susurraste “no te vayas” y  tu aliento acogedor me imploró silencioso.

Baje los dos escalones de una vez. El tranvía arrancó y poco a poco fui perdiéndolo de vista. Me quedé allí, sola y helada. Quizás esperando recuperar el pulso que tu súplica había detenido, me encogí sentada en aquella acera; Era tarde, no había nadie más. Cerré los ojos vencida por el peso de mis párpados cansados. Entonces escuché pasos apresurados que se acercaban. Con la cabeza entre las manos, y los ojos aun cerrados, recé aspirando el aire con la  intención de beberte y de aplacar así mi corazón. No me atrevía a levantar la cabeza por miedo a que fueras tú, o a que no lo fueras.

Te sentaste a mi lado, sentí tu respiración agitada. Me dejé abrazar y respondí que sí. A dejarme querer y a no escapar nunca mas.


Cuando desperté, la lluvia caía suave. Miré alrededor apartando las gotas de mi cara. Estaba sola.