LIBÉLULAS

Cuando llegaba el verano, y las noches se tornaban cálidas, le bastaba esperar a que la oscuridad lo llenara todo, para poder capturar aquel momento, y guardárselo en el pliegue más calentito del alma. Se sentaba sigilosa en la puerta de su jardín, y buscaba entre las ramas de los árboles, curiosa. Movía la cabeza despacio, temerosa de romper el encanto, hasta que los veía asomarse bajo la luz de la luna. Poco a poco, la vista se iba haciendo a la oscuridad, y las estrellas aparecían en escena, alumbrándolo todo y descorchando el hechizo.

Se reunían en el rincón de su particular edén, las noches claras de luna limpia. Eran cuatro. Astrónomos, sabios, príncipes, imposible saberlo. El mayor permanecía muy cerca de los demás. Concentrado sostenía un libro, y relataba historias con un cariño inmenso. Les mostraba cada estrella, y cada planeta, nombrándolos una y otra vez, incansable. El segundo no cesaba de moverse. Moreno, inquieto; miraba al cielo con intensidad, y apoyaba su cabeza sobre el tercero. Este, con unos ojos azulísimos, escuchaba todo lo que los demás decían, y con una dulzura exquisita, concentrado y responsable, sostenía la mano del más pequeño de los eruditos…el último…inquieto e impaciente por conocer la galaxia, y por vivirlo todo.

Sentados en la hierba escrutaban el cielo con ahínco. Cuando uno hablaba, el de al lado completaba la frase en un ir y venir de carcajadas y de ohhhhhhs de admiración. Cada uno tenía un papel en el espectáculo fantástico. Mientras uno dirigía, el otro provocaba el alborozo de aquel singular grupo, animándolo a seguir con los ojos fijos en el cielo; Ella los miraba a escondidas sorprendida de aquellas cuatro criaturas, tan diferentes entre sí y tan cercanos; Esas noches, se mezclaban casi pisándose, riéndose hasta el agotamiento; Custodiaban su mundo fantástico, ayudando a los más pequeños a identificar el sinfín de libélulas que surcaban la Vía Láctea. Eran noches mágicas de bostezos y descubrimientos.

En un momento dado, el segundo sabio, pregunto al primero.
_ ¿Tú crees que allá arriba vivirá alguna princesa?
_ Si claro, respondió muy serio este, colocándose las gafas.
El más joven, impaciente, añadió:
_ Pero ¿será una princesa preciosa de esas de los cuentos?
Entonces el príncipe de mirada azul, muy serio, se llevó las manos a la cara, y se frotó los ojos, cansado. Casi en un susurro, dijo:
_ Será guapa, pero nunca más que ella.
El resto le miró, sonriendo.
 

Han pasado 30 años. Cuando la abuela me ve entrar en la galería, se apresura a limpiarse las manos sucias de pintura. Me recibe cálida, como siempre.

Se sienta en su butaca, y le pido que me cuente de aquellas noches de verano de las que papa tanto me ha hablado y cierra los ojos, rindiéndose a sus recuerdos. Pasan unos segundos, la luz se cuela entre las rendijas de las persianas, y huele a café, a canela y a nueces. Suspira profundo y me mira directamente a los ojos, antes de desgranar la historia…

Mis 4 hijos compartiendo el firmamento, ¿puedes imaginar mejor regalo?

ANTES DE LA HISTORIA...

Esta semana tengo la suerte de que Paula Alenda, haya preparado este dibujo para acompañar un cuento. La historia, en breve. Os animo a que le echéis un vistazo a su rincón;  enontraréis un trabajo bien hecho, y unos dibujos suaves, preciosos. Gracias Paula.

LA CARICIA


Escuché el estruendo en el preciso instante en el que te buscaba entre aquella cortina de agua. Llovía a mares. A duras penas podía mantenerme en pie, el barro lo llenaba todo, y lo que quedaba de nuestra cosecha, se lo había tragado el agua. Las gotas caían apresuradas por mi cara y escalaban mis pestañas, cegándome. No te veía. Habías salido delante de mí, turbada por tanta lluvia, dispuesta a salvar lo poco que nos quedaba por perder.
Hacía ya más de dos días que el cielo escupía desafiante, las carreteras estaban cortadas, y el puente que unía nuestra Aldea con Sukkur, se había desplomado sobre el río. Llevábamos incomunicados ya dos días, y los alimentos y el agua empezaban a escasear. Todo eso te había impulsado a salir corriendo. Te dije que no lo hicieras. Que esperaras a que parara un poco. Pero nunca se te dio bien esperar.
De pronto lo oí, un sonido fuerte, abundante. Una explosión que me arrastró irremediablemente. El agua me envolvió en sus brazos y me alejó de ti.
Traté de pensar, de actuar, de no dejarme llevar por el pánico que se iba instalando entre los pliegues de mi alma. Luchaba por mantener la cabeza fuera del agua -turbia, y tenaz-, para poder respirar y mantenerme con vida. Pero las fuerzas me iban desamparando. Aquello era más fuerte que yo. Me dejé ir -perdóname-, y me enredé en mi propia vida con sus imágenes luminosas.
Y entonces sucedió. Te vi. Los brazos ligeramente abiertos, tu vestido flotando en dulce compás con las aguas, y esa sonrisa cómplice y plácida coronando tu rostro. Ya no mostrabas la desesperación que te acompañó esta mañana, cuando saliste a exigirle al cielo una explicación. Te vi. de pronto, clara y nítida. Alargaste la mano, y me acariciaste el pelo, suave.
El estruendo había dejado paso al silencio.

LA CARICIA...EN BREVE

Como adelanto, para que vayaís imaginando, una imagen. Estremecedora, ¿no?




Gracias Javi por la foto, eres un artista.

ATREVETE


Dibujaba círculos con el índice de su mano derecha. Sobre el papel, la pluma que se había regalado, y el encargo de escribir algo. Aquél editor había convocado un concurso de relatos, y quería presentarse. Nunca había expuesto sus historias. Le parecía arriesgado e innecesario. Pero el día anterior, leyendo la convocatoria se había decidido. Quería atreverse.
La historia debía nacer de una imagen que les habían entregado en un sobre cerrado; lo abrió con cuidado y se quedó contemplando aquellos trazos. Una mujer morena se llevaba las manos a la cabeza con un gesto indescifrable en el rostro. Vestía un vestido rojo y el pelo recogido en un moño espléndido. Más abajo, casi escapando del papel, la misma mujer, pero vestida de blanco.
Miró despacio aquel duelo de imágenes, y le pareció oler el desamparo. Cerró los ojos.
Se vio de nuevo ante aquel espejo antiguo. Alguien le ayudaba a vestirse y a ultimar detalles. La emoción contenida que había en aquel vestidor, fluía ajena a la tristeza mortal que ella sentía. Ni siquiera el vestido le gustaba; el blanco hacía juego con su apatía, le oprimía el pecho, y le menguaba el alma. Nada de lo que había sucedido en el último mes le gustaba, pero no se había atrevido a decírselo a Carlos. El no escuchaba, y tanta proposición aceptada, y tantos planes, la habían llevado a aquel vestidor, y a enterrarse dentro de aquel vestido insípido.
Se montó en el Rolls Royce completamente mareada. Miraba pasar los campos a través de las ventanillas, mientras improvisaba excusas que la alejaran de aquello. Pero el coche paró, y alguien le abrió la portezuela. Una mano le ofreció el apoyo, y ella-otra vez-no supo negarse. La pequeña puerta de la Iglesia le invitó a pasar, levantó la vista del suelo, y en el mismo instante en el que vio a Carlos al final del pasillo, esperándola, pudo distinguir otra silueta en los primeros bancos. No esperaba verlo allí, tenía una buena excusa para no acudir aquella mañana. El estómago le dio una vuelta, y caminó más despacio, muerta de miedo.
Entonces se atrevió, avanzó unos pasos y, acercándose, le tomo la mano, y le susurró algo al oído. Por detrás, lejos, le pareció escuchar a Carlos decir algo, coreado por los susurros de los invitados. Sintió que respiraba mejor. El la abrazó, y sosteniéndola firme por la cintura, salieron corriendo. Arrancaron el coche, y desaparecieron.
Al cabo de unos minutos, cuando perdieron de vista la Iglesia. El la miró, y le dijo risueño “ te sienta muy bien ese color”.
Ella cogió airé, y rió como una niña. El vestido lucía rojo.
Cuando abrió los ojos, vio como Carlos le dejaba un café encima de la mesa, y salía de la habitación silencioso.
Suspiró cansada y se puso a escribir, esta vez tenía que atreverse. 

ENVIDIA

Eso es lo que siento cuando veo la ilustración de hoy. Es de una diseñadora gráfica, Patricia Lafuente Colera. Una oportunidad que me ha regalado, ella dibuja, y yo invento una historia…en breve cumpliré mi parte, ¡gracias Patricia!


NO LLORES

Lo encontraron derribado en la puerta de casa. Tendido de lado; murmuraba palabras enrevesadas, encogido en la acera. La sangre brotaba pletórica, tiñéndolo todo de rojo. Estaba vivo, con una media sonrisa en los labios y con el corazón latiendo bajito, pero con ese gesto presumido tan suyo; sostenía débilmente algo entre sus dedos.
Se llamaba John. Mentía sobre su edad para poder seguir viviendo en el hogar de acogida. Las niñas se volvían locas por él. Piel morena y pelo ensortijado; era alto, delgado, y guapo a rabiar. Hablaba con esa cadencia tan propia de los de allí, y tenía un algo que atraía a todos. Había salido huyendo de Medellín. Trataba de poner distancia, y de zafarse de los fantasmas. Habían asesinado a su padre a hierro, y la venganza heredada lo había llevado a matar para hacerle justicia.
Muchas tardes, aprovechando la luz naranja del embarcadero, compartía entre susurros que temía el desamparo de la noche; contaba que cuando caminaba solo, percibía con una certeza meridiana como sus muertos le acosaban. Como casi sentía sus alientos fríos en su cuello, como se giraba trastornado y movía los brazos tratando de ahuyentarlos. Vivía vigilando que las almas de los que había matado no le ahogaran en plena noche. Mi pobre John, sabía que su condena era precisamente estar vivo.
Compartía los crepúsculos con un joven sicario, una persona maravillosa con una suerte funestísima, y todos aquellos terrores, compartidos a media luz, fraguaron entre nosotros una unión especial.
En los meses que vivimos juntos, nos hicimos inseparables. Era un hombre sonriente y cauteloso Me contaba de cuando salían a matar; lo hacía en un tono de inmensa vergüenza, sin un solo matiz de vanagloria. Más de una vez yo le escuchaba entre lágrimas, y él se levantaba rápido del suelo y me abrazaba, “no llores” me imploraba.
Cuando se fue acercando el momento de mi partida, mi corazón comenzó a temblar, era una agonía diaria. Los muchachos iban despidiéndose, me entregaban notas de despedida, dibujos los más pequeños, y John, no se separaba de mí ni un minuto. La tarde antes de irme cogí una cadenita que yo llevaba colgada del cuello, y se la regalé. La puse entre sus manos y se las cogí fuerte. Era muy consciente de que, si John hubiera nacido en otro lugar, hubiera sido un hombre de provecho...aceptó la medalla, y se despidió de mí con un abrazo inmenso.
Al cabo de un tiempo de haber vuelto a casa, mi cabeza se resistía a caminar entre calles asfaltadas, nunca me había sentido más fuera de lugar. Echaba de menos el calor, la humedad, la música, y echaba de menos a los chicos.
Una tarde, sonó mi teléfono, lo cogí ansiosa cuando vi aquella interminable fila de números en la pantalla. Al otro lado de la línea, alguien se resistía a hablar, había un zumbido tremendo de fondo, y no resultaba fácil comprender, finalmente escuché:
“A John le han disparado”. Tras esa frase, un silencio sepulcral me cedió la palabra.
“¿Qué ha pasado?” pregunté, mientras un millón de escenas me mortificaban el alma.
“Le han asaltado en la puerta de casa, han intentado robarle pero parece que se ha resistido, lo han encontrado con un tiro en el cuello, y una cadena en la mano”.
Aquella voz se perdió en la lejanía, y  pude escuchar como mis entrañas tiritaban muertas de miedo y de frío. Me dejé caer, doblegada ante la desdicha obstinada de los desafortunados.