ESTRICNINA

La mesa estaba dispuesta para las grandes ocasiones. La ciudad de Beynac vestía sus mejores galas para recibir la visita del Cardenal Sodano. La hermana Amélie paseaba entre platos, vasos, y manjares, con la dulzura y el humilde aplomo del que se sabe ganador. Una vocación temprana la había llevado a dejarlo todo y a servir en un convento de Francia. Su labor la llenaba completamente, cuidaba de los enfermos, les lavaba el cuerpo y el alma, les daba de comer, y los acompañaba en sus tribulaciones. Nadie escapaba al encanto de sus dulces maneras. Cuerpo menudo, andares discretos, largas manos y rasgos finos. Mujer de reacciones contenidas, y carácter firme, se daba a los demás sin vacilar. Siempre.
  La luz se colaba esquiva entre las rejas de las estrechas ventanas, dejando a su paso espirales de polvo suspendidas en el aire. Amélie acariciaba los cubiertos, aderezando todos y cada uno de los detalles del convite. Al mismo tiempo desgranaba un rosario. “Santa María, ora pro nobis”, llenando la estancia de piadosos bisbiseos.
Cuando al fin el reloj anunció las 12 del mediodía, se abrió la gran puerta del salón, e hicieron entrada los invitados. Sotanas, alzacuellos, y una sinfonía de mitras color carmesí, hacían coro al cardenal Sodano. Su rostro siempre severo parecía particularmente tenso, y sus maneras pesadas y lentas contrastaban con el ir y venir de las hermanas sirviendo y disponiendo todo.
  Amélie acarició el pequeño frasco dentro del bolsillo de su hábito. Su rostro inmaculado casi dejó entrever su callada intención; cogió la copa de vino, y vertió el contenido del frasco. Despacio. Consciente. Después se acercó a la cabecera de la mesa, y ofreció la copa al cardenal. Este hizo un leve gesto con la cabeza, y bebió. Inmediatamente después, y escoltada por el silencio curioso del resto de invitados, bebió ella. Se miraron. Y mientras sus vidas sucumbían al veneno, ambos pedían perdón a Dios por los pecados cometidos.


Gracias Javichu por regalarme tu tiempo. Bien preciado y escasísimo. Gracias.

LA BÚSQUEDA

Una y otra vez se repetía aquella imagen. Mis pasos vacilantes, abriéndose camino entre la gravilla, me conducían a aquel lugar. Verde, sombrío. Siempre al fondo los bancos, y una silueta de mujer que se recogía sobre si misma encogiéndose un poco, como buscando darse calor con los brazos. Yo la observaba de lejos, mis pisadas sonaban más leves, y se mezclaban con el ruido de las hojas secas bajo mis pies. Como alertada por el sonido de mi proximidad, ella giraba su cabeza hacia el camino, y me buscaba entre los árboles, inquieta su mirada, mientras el viento mecía sus cabellos y mis anhelos. Era una mujer bellísima, de tez muy blanca y rasgos finos. Siempre misteriosa, y con aquella mirada tristísima, de un verde profundo. Me miraba durante apenas unos segundos, y luego, cuando mi corazón se aceleraba, presuroso, se levantaba, casi flotando, y desaparecía entre los árboles del parque dejándome solo.
Aquel día el paisaje apareció ante mí, como siempre. Conocía el camino perfectamente, y por alguna razón no se me ocurría cambiar el itinerario, tratar de llegar a ella por otro lado para poder acercarme más. Mis pasos trazaban, obedientes, el paseo de siempre. La gravilla crujía bajo mi peso. Allí estaba. Me fijé en seguida en que había cambiado su gabardina de siempre por una americana más ligera, se había soltado el pelo, y parecía menos encogida que otras veces. Miraba hacia delante apoyando sus dos manos en el banco. Cada tanto movía la cabeza y sus rizos rojizos se mecían suavemente. Parecía buscar algo, estaba esperando. Traté de acercarme sin hacer ruido, estaba nervioso, temía que pudiera oír mi respiración agitada; Entonces se volvió hacia mí, apenas nos separaban unos metros, nunca habíamos estando tan cerca el uno del otro. Me miró, se puso en pié, y se acercó hacia donde yo me encontraba. Inquieta, jugueteaba con algo entre sus manos, regalándome fugaces y verdes momentos. Cuando apenas nos separaban unos centímetros, puso sus manos sobre mis ojos, obligándome a cerrarlos, y me susurró al oído “¿qué buscas?”. No sabía que decirle, no sabía qué buscaba, mi sueño me llevaba a ella, y aquella visión se había convertido en casi una obsesión. Estaba obsesionado con hablar con ella, con saber que le pasaba, por que estaba triste… y sobre todo, por saber si era real, y algún motivo que yo no alcanzaba a entender, algo nos había unido en aquel sueño. Apenas pude susurrar, “¿Quién eres?”.
Sentí como deslizaba algo en mi mano derecha. Y sentí también un frío repentino. Abrí los ojos, y ya no estaba conmigo. Había vuelto a dejarme solo. En mi mano, una brújula pequeñísima donde aparecía grabado un mensaje: “No dejes de buscar”.
Abatido me senté en el banco. Me encogí sobre mí mismo rodeándome con los brazos, tenía frío y estaba solo. De repente escuche pasos de gravilla, venían del mismo sitio por el que había llegado yo, levanté la vista, y adiviné una sombra, alguien me miraba entre los árboles, casi podía escuchar su corazón latiendo rápido. Me puse en pié, y desaparecí de allí presuroso.
Me desperté bañado en sudor. Desconcertado me incorporé levemente. Algo me incomodaba, alargue la mano hacia la almohada. Se me había debido caer, y descansaba entre las sábanas.
Sobrecogido, respiré intensamente y me repetí, “no dejes de buscar”.