Nos casamos hace cuatro años. Fue una boda preciosa. Quizás demasiado
convencional, yo siempre quise salirme un poco de lo típico, hubiese querido
casarme en alguna isla perdida, descalza, sin ataduras, sin más compromiso que
el que me iba a unir el hombre de mi vida, pero me faltó valor. Al final
pudieron más otras consideraciones y lo hice como todos los demás querían. No
creas que me arrepiento, nunca se me dio bien salirme de lo que está estipulado
y tomar caminos alternativos.
El primer año de casados fue maravilloso, jóvenes, felices, con todo por
estrenar. No habíamos vivido juntos, con lo cual ya imaginas lo excitados que
estábamos ante la idea de levantarnos cada mañana el uno al lado del otro. Lo
compartíamos todo. Recuerdo aquello con cierta nostalgia. No necesitábamos más
que estar juntos. Nos bastaba con hacer planes, viajar, entrar y salir sin dar
explicaciones a nadie, y el tiempo fue pasando casi sin darnos cuenta.
Disfrutábamos de una vida casi desordenada, pero solamente nuestra.
Conforme fue pasando el tiempo, y las rutinas se volvieron precisamente
eso, empezamos a plantearnos ser padres. Tener un hijo. A nuestro alrededor
varios de nuestros amigos ya habían empezado a tener familia, y lo cierto es
que era el tema de conversación de todas las cenas. Yo tenía ya 34 años, y
aunque nunca había sido muy niñera, accedí. Al fin y al cabo era lo que todos
esperaban de mi, y el estaba muy ilusionado con la idea de un pequeño con el
que compartir cosas. Me pregunto si el resto de gente se plantea las cosas así,
pero lo cierto es que te mentiría si te digo que lo teníamos clarísimo, o que
era una decisión tomada desde lo más profundo de nuestro ser. No, en aquel
momento era poco más que un capricho, un paso más dentro de lo que se suponía
debía de ser nuestra vida juntos.
Fueron
pasando los meses, uno tras otro, y aunque no sabría detallarte, fueron muchas
las pruebas de embarazo que me hice. Todas daban el mismo resultado. El tema
del bebe comenzó a convertirse en una obsesión. Lo que al principio había sido
una rendición, se iba convirtiendo en un deseo. Pensé que algún dios me
castigaba por no haber deseado a mi hijo con la intensidad suficiente, pensaba
que debía poner más empeño. Pero no, no me quedaba embarazada. Cada vez que me
bajaba la regla me invadía una tristeza helada, y me venía abajo por completo.
No quería salir, no quería ver a nadie. Mi pobre marido trataba de animarme,
pero era inútil. El resto del mes nadaba entre aguas turbulentas, aguas turbias
de esperanza y desesperanza, nervios, y una terrible ansiedad que terminaba
irremediablemente frente a un predictor negativo. No, no, no. Siempre el mismo
resultado.
Estuvimos así más de un año. Cansados y bastante desmoralizados decidimos
consultar con un médico. Nos recomendaron uno en el centro, y nos entrevistamos
con él un lunes de marzo. Era un día gris, y atravesábamos una ola de frío
polar. Parecía que el tiempo acompañaba mi estado de ánimo. Estaba helada. Por
fuera y por dentro. Tal era mi frustración.
Aquel día comenzó el siguiente calvario. Por un lado el económico. Yo era
Secretaria en una pequeña empresa familiar, y mi sueldo era modesto. Mi marido
sufría las congelaciones salariales de los funcionarios y no ganaba mucho más
que yo. Estábamos preocupados por el dinero, pero era tanta la desesperanza que
decidimos someternos a todas las pruebas del mundo. Fueron meses de
análisis, inyecciones, y frustraciones. Mi cuerpo se convirtió en probeta. Que
si este adelanto, que si aquel otro que en Centro Europa estaba siendo un éxito
absoluto. Nada funcionaba, nada iba bien, yo seguía seca, y empecé a sentirme
completamente inútil. Vacía. ¿Para qué sirve una mujer que no es capaz de
engendrar un hijo? En aquellos momentos nadie, ni yo misma, se planteaban que
fuera mi marido el que tenía algún problema. Nadie le miraba a él con lástima,
con pena. Todo el mundo me decía que estuviera tranquila, que todo saldría
bien, pero yo me llevaba la peor parte. Mi marido lo sufrió también, no me
entiendas mal, pero era yo la que un mes detrás de otro me sometía a alguna
prueba desagradable, y la que un mes detrás de otro suspendía; suspenso “lo
lamento, no han prosperado”, “lo lamento, lo podemos intentar de nuevo si así
lo desean”. En aquellas estaba, cuando cumplí 36 años, y al problema que
teníamos, cualquiera que fuera, se unía el terrible reloj biológico. Mi edad
disparaba las probabilidades de todo tipo de cosas terribles que nublaban más
si cabe mi demacrado horizonte vital.
Para entonces ya tenía claro que quería ser madre. La llamada a esas
alturas ya era nítida. Yo era la madre del niño. Tomé conciencia de esto. Dejé
de escuchar a los que tenía alrededor y decidí escucharme. Comencé a prescindir
de los intermediarios, comencé a tomarme un tiempo para reflexionar tranquila.
Cancelamos los tratamientos. A mi marido le costó media vida. No entendía que
no quisiera seguir. No quería presionarme pero me censuraba con largos
silencios. El reloj biológico de algún modo también le susurraba cosas a él.
Un día vi un anuncio en prensa. bienestar social había organizado para esa
misma semana unos coloquios informativos sobre adopción Internacional. Mi mente
se abrió como un abanico, el aire fresco entró a raudales en mi alma, se me
pusieron los pelos de punta, de verdad te lo digo. Un mundo de posibilidades,
de luz, de esperanza se abrió ante mí como un lienzo. Supe desde ese mismo
instante que estaba malgastando mi energía en un camino equivocado. Un camino
que no era para mí, para nosotros. Vi con claridad que nuestro hijo estaba en
otro lugar, en otro sitio, pero estaba ahí, esperándome. Sentí la maternidad en
ese momento más viva que nunca. Leí despacio la noticia, me preparé una
infusión y dedique el resto de aquella mañana a informarme, a leer, a pensar.
Esperé a mi marido sentada en la mesa de la cocina. Estaba tan emocionada, que
la idea de compartir aquello con él me tenía nerviosa hasta el extremo. Cuando
entró y me vio tan erguida, tan contenida con el periódico sobre la mesa se que
en un primer momento se preocupó. Hacía meses que me encontraba tumbada y de
mal humor. Aquel día estaba tensa, pero era una tensión nerviosa,
expectante. Le pedí que se sentara, y le cogí las manos, fuerte, caliente, como
antes, y fui desgranándole uno a uno los argumentos, los pensamientos, los
desgarros que había sentido en los últimos dos años. Le hablé del periódico, de
las charlas coloquios, y le hablé de nuestro hijo en presente. Por primera vez
le hablé de nuestro hijo en presente. No sabes lo triste que es hablar de un
hijo en condicional, hablar de un hijo en presente es abrir las compuertas,
dejar que el amor vaya labrando, vaya preparando ya su llegada. El me miraba
fijo, me dejó terminar de hablar, no me interrumpió, se lo agradeceré siempre,
de cuando en cuando juntaba sus manos sobre las mías y me las besaba, me las
calentaba con su aliento fuerte y seguro. Creo que su intención era que aquel
aliento llegara más adentro, más al fondo. Y llegó. Cuando terminé mi discurso,
excitada y nerviosa, me abrazó. Ni siquiera me dijo demasiado, o yo no lo
recuerdo, solo recuerdo que sí, que ya estaba, comenzaba una nueva aventura
para nosotros, para los tres. Los tres. Llore mucho aquella noche. Nuestro test
había dado positivo. Cuarenta semanas no eran tanto, después de todo.
Acudimos a la reunión. Decididos. Lo que oímos nos animó aun más. Era
posible. Nos hablaron del test de idoneidad. Nos preocupaba en cierto modo
nuestra edad, pero estábamos dentro de los límites legales y nos considerábamos
muy capaces. El certificado llego pocos meses después. Éramos aptos. Tuvimos
muchas conversaciones con la trabajadora social, muchas. Juntos fuimos tejiendo
el nido, el bueno, fuimos tratando de mejorar lo bueno, y de detectar todo
aquello que no fuera a ayudar a nuestro hijo. La espera era difícil, pero era
una espera en positivo. Yo cambié absolutamente de actitud. Mi hijo quizás iba
a tardar en llegar a casa, pero ya existía, estaba en algún lugar del mundo
esperándome. Me inquietaba muchas veces pensando en cómo estaba, si tendría
hambre, o frio, o ambas cosas, me volvía loca pensando en que quería abrazarlo,
pero no era la desesperanza de antes. En absoluto, era una espera feliz, feliz,
mucho.
Una mañana de abril, nos llamaron, era la trabajadora social, había un niño
para nosotros. Era un pequeño, un niño, Lloré mucho mientras íbamos al centro a
que nos dieran más datos. Me mostraron la foto de mi pequeño. Aquel era nuestro
bebe. Tenía alrededor de año y medio. El pelo claro clarísimo, como su piel. Y
unos enormes ojos dorados. Era dorado mi bebe. Estaba en un estado de nervios y
emoción permanente. Había que acudir al orfanato en seguida. El niño vivía en
un pequeño pueblo de la estepa rusa y las revueltas del país estaban poniendo
en peligro su integridad y la del resto de criaturas. Agilizamos los papeles,
pusimos en orden nuestras cosas y nos fuimos. Dejamos atrás las decepciones y
subimos a un avión, triunfantes. Era julio cuando llegamos a Rusia.
Llegamos al orfanato, muy nerviosos. El país y en concreto la región donde
vivía el niño estaba en una situación política muy tensa. Nos recibió una mujer
joven. Agradable. Nos dijo en un inglés malísimo que teníamos que esperar. Al
cabo de un rato apareció el director, supimos que era él, porque tomó asiento
en la gran silla que había en el despacho. No hablaba inglés, y nuestro
ruso era básico. Habíamos puesto empeño en los últimos meses por ponernos un
poco al día. Era una manera de acercarnos al niño. Firmamos varias cosas,
consentimientos, enfermedades, todo lo que nos dieron. Entonces nos invitó a
salir de allí, y nos hizo un gesto para que le siguiéramos. Se instalo un tenso
silencio entre él y nosotros. Poco había ya que decir. Nos hizo esperar detrás
de una puerta enorme. Del interior salían llantos de niños, y se
veían sombras moverse de un lado a otro. Entonces se abrió la puerta y ante
nuestra vista una gran sala llena de cunas. Eran cunas enormes, de grandes
barrotes. Dentro de cada una de las cunas había un niño. En algunas dos
criaturas compartían vida. Los pequeños estaban atendidos por
jóvenes enfermeras. Algunos lloraban, evidentemente no había manos suficientes
para atender a tantos. Los bebes nos miraban cuando pasábamos al lado, estaban
bien cuidados, mal vestidos, pero limpios. Eso suavizó un poco mi estado de
ánimo. Nos detuvimos frente a una cunita. El niño dormía. Estaba encogido, boca
abajo, y se chupaba el dedo. La enfermera le revolvió cariñosa los rizos suaves
que le caían sobre la nuca, y entonces se incorporó divertido. Se sentó, y nos
miró. Era el. Mi marido me apretaba la mano fuerte. Estaba sudando. Era su
hijo. En aquel instante algo me invitó a dar un paso al frente, me incliné
levemente sobre la cuna, alargué la mano y acaricié suavemente su cabecita. Un
empujón más, y ya estaría afuera. Aquello también necesitaba epidural. Mi hijo
me miraba con aquella sonrisa dorada y lo que empezó siendo un puchero, se fue
tornando en una sonrisa, tímida, pero tranquila. Alzó sus bracitos hacia mí, y
rió.
Escuché una voz que me decía bajito “Señora, ya está
aquí, es un niño, y está bien”.