EN MIS BRAZOS

Aquella noche estrellada deslizabas tus pequeños dedos entre los hilos acurrucada entre sus faldones y te entregabas al sueño mientras tus pulgares repetían una y otra vez aquel suave movimiento. Y nuestra madre te consentía, porque eras la pequeña, y porque cualquier cosa menos contrariarte y oírte llorar, y desesperarte.  Yo callaba a vuestro lado. Me bastaba veros para sentirme tranquila. Siempre fui más callada y estaba bien así, me sentía segura en mi rincón silencioso.
 
En el mismo instante en el que cerrabas los ojos y respirabas suave ya, por fin, entró nuestro padre en la habitación, y fue directo hacia mamá Te cogió en brazos con suavidad, y con gestos nerviosos nos animó a abrigarnos y a salir a la calle. Mamá me cogió la mano fuerte, y me acercó a ella. Estaba nerviosa.
Aquella noche estrellada salimos de casa y pusimos rumbo a Belén.
Cuando miré alrededor me di cuenta de que no éramos los únicos que caminábamos bajo la luz blanquecina. Unos y otros iban a nuestro lado y bisbiseaban emocionados, mientras yo escuchaba atenta a la luz de la luna. Hablaban de un ángel, y del lugar donde había nacido Jesús, comentaban de su bella mamá, María, y de José, un carpintero bueno, su padre. Hablaban del Salvador, ¡íbamos a ver al mismísimo hijo de Dios!
De pronto nos detuvimos y ya no se oyó nada. Yo estiraba el cuello tratando de soltarme de mi madre, pero el silencio sobrecogía y no me atreví a moverme más. Entonces papá se agachó y decidido, me cogió en sus brazos y me levantó entre la gente. Tan solo  unos metros más allá había tres reyes postrados ante un niño. El bebe dormía en brazos de su padre, José, mientras María descansaba a su lado. Apenas pude respirar cuando los ojos de la Señora se posaron en los míos, me atravesó por dentro, y me sonrió. Se incorporó levemente y le dijo algo a José al oído. Entonces él se levantó con su hijo en brazos y vino hacia nosotros. Los reyes le miraron sorprendidos, y la gente fue abriéndose paso entre susurros.  
José se detuvo dónde nos encontrábamos, me miró y con voz suave me preguntó: “¿quieres coger al Niño?”. Apenas tenía 5 años, y me daba miedo no sostenerlo bien, y aunque era pequeña y apenas fueron unos segundos, me pregunte por que yo, si había allí gentes venidas de toda la región y yo era una niña llena de miedos, por que yo…pero ni José ni mi padre dudaron, papá me bajo al suelo con manos temblorosas y se arrodillo ante nosotros. José me sentó en su regazo y me colocó al niño en brazos. Cálido e indefenso.
Aquella noche estrellada el Niño Jesús se durmió en mi regazo, y mientras mi papá rezaba en silencio y yo temblaba de arriba abajo, el hijo de Dios dormía plácidamente en mis brazos.
Aquella noche estrellada aquel bebé te dijo al oído lo mismo que me dijo a mí, que nos elegía, que sí, que entre todos los reyes del mundo, Él se quedaba contigo y conmigo.
Ahora yo te pregunto, ¿quieres sostenerlo un rato?

MAGNIFICAT

Ayer escuché violines. En directo. Su sonido triste y rasgado, es tan sublime, que me revuelve enterita, con unos pocos acordes..

Ayer, mientras me dejaba seducir por la música, pensé en el relato de hoy cuando todos mis sentidos se llenaron al escuchar el “Magnificat” de Bach. Fue solo un pequeño fragmento, pero me regalo unos minutos preciosos para mirar más allá…

Ayer me pregunté qué sería de nosotros si todo lo que hemos escuchado tantas veces fuera cierto. Que aquél niño nació, y que era hijo de Dios, ¡con que alegre confianza caminaríamos si creyéramos de verdad que aquello sucedió!, y pensé también que no estaría mal tener dos madres, y que si de verdad creyéramos todo lo que estamos hartos de oír, el camino hacia la muerte sería mucho más dulce. En el cielo estará María, la mismísima madre del Creador, esperándonos con una lumbre encendida, y con los brazos bien abiertos.

Qué revolución si todo lo que hemos leído y escuchado resultase ser cierto.

Ayer, mientras la música de los violines acariciaba el ambiente, quise ser testigo de la historia, porque si nació un niño, y ricos y pobres acudieron a adorarlo, aquello debió de ser emocionante, y yo, no me lo pierdo ¿te vienes?

La semana que viene, la escena.

MIREN



Recuerdo a menudo aquellos meses.

Al mismo tiempo que crecía mi vientre, mis pulmones parecían achicarse. Aquel embarazo vino acompañado de un asma que desde entonces me persigue; cada tarde me sentaba erguida en la butaca concentrada en respirar hondo, para –irremediablemente- terminar en urgencias una y otra vez. Siempre el mismo escenario, en una mano el inhalador, y en la otra mi tripa, cada día más grande.

Por la noche abría las ventanas de par en par y me dejaba envolver por el frio helador de febrero. Deseaba con fuerza que mi bebe estuviera bien, y rezaba mirando al cielo. Durante horas la luna fue testigo de mis plegarias y de los esfuerzos desesperados por hacer llegar el aire a mis entrañas. Un día, los informativos anunciaron un fenómeno único: el astro se iba a dejar ver un poco más que de costumbre, nuestra luna querida superaba timideces y se acercaba a nosotros.

Aquella madrugada del uno de marzo esperé paciente a que asomara detrás de las nubes; envuelta en mi propio vaho de pronto la vi, enorme, redonda, blanquísima, y tan cercana que alargué la mano inconscientemente para tratar de alcanzarla. Llevaba tantos meses rezando y esperando, que sentía que mi bebe era un poco suyo también. Cerré los ojos y volví a aspirar aire con urgencia. Estaba tan cansada que pensé que iba a caerme allí mismo cuando sentí el dolor inconfundible subirme por la espalda, Me apoyé en una silla, y volví mi mirada al cielo con una media sonrisa, sabía bien lo que venía después de aquello. Era consciente de que un pedazo de eternidad iba a salir de dentro de mí y que la luna me custodiaba con cierta envidia. Fue en aquel instante cuando sellamos el trato: si arrojaba sobre nosotras su luz y me ayudaba a recorrer el final del camino, juntas recibiríamos a nuestra niña, igual que juntas la habíamos esperado.

Dos horas después apuraba las fuerzas que me quedaban, y ante la atenta mirada del hombre de mi vida, lloré de emoción y de alivio cuando me la dieron. Con cuidado aparte la toalla que la cubría, Miren tenía la tez más blanca y más bonita que había visto nunca.

Han pasado tres años ya, y por encima del sonido del teclado, escucho unos pasos acercarse. Viene corriendo, excitada. Cuando llega donde mí se pone de puntillas y señala a la ventana entusiasmada.

_Cariño ¿qué has visto?

Emocionada, me responde:

_”¡Mama, mi luna…!”



Este relato es real, es un regalo para ti, mi Condorita, mi pequeño genio…porque me haces feliz cada día cuando ríes, cuando te cuelas en mi cama, y cuando inventas palabras para hacer de tu capa un sayo. Ni un millón de relatos compensarán nunca todo lo que tú, en tan solo tres años, me has dado a mí.

HABITACIÓN 345

Nací en un pueblo insignificante. Mis padres no fueron malos, pero sí mediocres. Crecí rodeado de gente insípida. Creo que por eso me fascinan las almas grandes.

Desde muy pequeño fui el monaguillo de la parroquia. Me gustaba la Semana Santa y su olor a incienso. La sacristía, y las casullas; Tocaba la campana en el momento de la consagración y me intrigaba el Misterio. Muchas veces me pregunto qué habría sido de mi destino si mi madre no me hubiera encerrado en aquel pequeño pueblo y me hubiera arrastrado con ella cada día a la iglesia; Mientras se confesaba, atribulada siempre con la idea del infierno, yo enredaba por allí a mis anchas. El crujir de los reclinatorios bajo la luz parpadeante de los cirios y la soledad de la iglesia en esos momentos, me inspiraba. Me ayudaba a creer en otras cosas, y a darle sentido a mi aburrida existencia.

Ayer cumplí 34 años y aquí estoy, esperando un autobús que me lleve a ti. Me resguardo de la lluvia bajo la marquesina. El agua cae sin piedad, y el cielo ruge y llora desconsolado mientras me asaltan los recuerdos.

Nos conocimos hace 2 años cuando te enviaron a trabajar al comedor social de la diócesis, te movías entre las mesas discreta, regalando sonrisas y convirtiendo aquellas veladas en grandes banquetes. Reflejaban tus pasos un alma confiada e inmensa. Alguna vez sentí celos de tu entrega y de la firmeza de tu vocación, y lo cierto es que jamás diste muestras de interesarte por mi más que lo justo y necesario. Nunca me importó esa indiferencia, tu inocencia me ayudó siempre a mantenerme en el lugar que me correspondía. Me gustaba poder admirarte así, sin tu saberlo.


Hace ya varios meses que te encontramos tirada en el huerto. Tus hermanas te recogieron y vimos irse la ambulancia, abatidos. Desde entonces tu vida ha sido un continuo ir y venir de médicos y tratamientos interminables.


Hace un rato ha sonado el teléfono de casa. Me han llamado para que acuda al hospital “a la mayor brevedad, D Ignacio”. No me han dado demasiadas explicaciones, he tratado de adivinar más allá de las palabras, del tono de la voz al otro lado del teléfono, pero estoy desorientado. Estás ingresada, como otras muchas veces, No sé qué voy a decirte, ni si esperas que te diga algo. Mi espíritu está enredado con mis sentimientos y rezo desesperado una jaculatoria detrás de otra.

El autobús que me lleva al hospital está abarrotado. Se van sucediendo las paradas una a una; ya está, hemos llegado. La gente se apresura a bajar, impaciente. Yo espero a que todos salgan, y bajo el último. Camino rápido bajo la fuerte lluvia, y siento como el agua me cala hasta los huesos.

Las puertas correderas se abren a mi paso invitándome a entrar, y unos metros más allá me encuentro con un mosaico de olores que tratan de jugármela colándose en mis recuerdos. Me apresuro a preguntar en recepción. “disculpe, ¿Sor Inés?” Me indican el número de tu habitación.
  

Entro en el ascensor. Los botones que anuncian los pisos están desgastados, apenas se distinguen los números. Marco el 3º. “Oncología” reza un cartel. Habitación 345. Me detengo delante de la puerta y llamo suavemente. Sigo calado. Helado de frío.

Me abre una hermana. Sor Luisa. Tiene el gesto grave. Miro por encima de su hombro y ahí estás, tumbada en la cama. Delgadísima, mi dulce Inés. Llevas el rosario anudado en las manos que descansan sobre tu pecho. No puedo creer que seas tú, pero tengo la evidencia delante de mis ojos. Estoy temblando, el frío se me coló dentro. Me gustaría poder susurrarte todo lo que me inspiras, pero me trago las palabras El alzacuellos asfixia el nudo en mi garganta y me recuerda insolente cuál es mi papel. Le pido a Dios por tu alma con la certeza de que prepara tu llegada. Y vuelvo a sentir los celos mezclados ahora con una infinita pena.


La madre Superiora fija sus ojos en mí, me apremia, y me oigo recitar: “In nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti”.