NIEBLA

 
Los hombros ligeramente encogidos y las manos metidas en los bolsillos de su trenca. Bufanda de lana, y el aliento envuelto en frío. Caminaba con prisa. Miraba a un lado y a otro hundiendo su barbilla entre las solapas del abrigo y, de cuando en cuando, se giraba comprobando que nadie le seguía. Me crucé con el en una esquina, y, demasiado concentrado en su propio paso, tropezó conmigo. Nuestras miradas se cruzaron un instante, y todo lo que yo llevaba encima, cayo precipitadamente ante nuestros ojos.

_ Discúlpeme susurró.
_ No se preocupe, le respondí, mientras recogía los apuntes que habían caído al suelo.

Me apresuré a amontonarlos, y a limpiarlos con un pañuelo, el suelo estaba mojado, y se habían empapado. El volvió la mirada hacia la calle de la que venía, y dudó. Finalmente se agachó y nuestros soplos blancos se encontraron mientras rescatábamos mi trabajo del suelo helado. La luz tenue de las farolas nos alumbraba desde los charcos, y el olor a húmedo, se mezcló con el perfume de aquel desconocido. Busqué sus ojos, agradecida por su ayuda, pero sus gestos impacientes me impedían encontrar su mirada. Cuando no quedó ni un papel por recoger, se levantó, y me sonrió levemente.
Pensé que iba a decirme algo, y aun agachada le sonreí yo también, animándole. A lo lejos se oyeron pasos, y la calle se llenó de un sonido apresurado. Alguien se acercaba, y el desconocido se alejó corriendo dejándome allí, sola, y huérfana de su voz.

Le miré mientras se alejaba y se perdía por la calle Sacramento.

Los pasos que provocaron su huída, se perdieron en la distancia, y caminé hacia mi casa, pensando en aquel hombre y en nuestro fugaz encuentro.

Al día siguiente me levanté temprano. La radio hablaba de la niebla que mantenía Madrid envuelta en el misterio aquellos días. Mientras daba vueltas a mi café, miré la tele, e inmediatamente sentí el sonido de la taza chocar contra el suelo de la cocina. Los informativos mostraban el rostro de un hombre.
“Desaparece en extrañas circunstancias” explicaba la noticia.

Temblaba de miedo y de frío, cuando marqué el 091.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

AY AMIGA...

 
Me cuesta mas de un rato, y mas de dos. Me cuesta mas de tres aceptar que te vas. Que estarás mas de 4 suspiros fuera, y que tendré que contar hasta 5 y hasta 6 para que vuelvas. Y se que volverás, pero pasarán más de 7 u 8 meses, y no se dónde lloraré, ni quién me ofrecerá esas infusiones viajeras, para terminar preparándome unos deliciosos cafés. Porque da igual el tiempo que hace que nos conocemos, aun no he conseguido que se me pegue tu infinita capacidad de querer, de aceptar, y de conquistar a todos; tu alegría, tu optimismo, tu paciencia, y tu dulzura. Nena, tendré que contar hasta 9, y quizás hasta 10, y volveré a comenzar.

Encantada de hacerlo si vuelves, y me devuelves tu sonrisa.

Cuéntamelo todo, disfruta como solo tu sabes hacerlo, cómete a besos a tu compañero de viaje, y échame de menos. Aunque solo sea un poquito y en perfecto inglés.

MI MADRE

Nunca dejaba las cosas sin acabar. Esperaba a que todos hubiéramos terminado las cenas, el ajetreo interminable en la cocina, y las historias del día, para dejarlo todo ordenado y recogido. Nunca jamás dejaba nada para el día siguiente. Terminaba siempre el último pulido de la encimera con un trapo limpio, y con un suspiro, se desataba el delantal.

Entonces subía las escaleras despacio; quería terminar, dejar la rutina que nos unía a ella, y zambullirse en la suya propia. Cerraba despacio la puerta de su habitación y, media hora después, bajaba las escaleras de nuevo; Abrigada, y dejando a su paso ese olor tan suyo a crema hidratante y a jabón. Nunca vi a mi madre hacer una rutina diferente a esa. Ningún placer superaba al de enredar en los rincones de su baño. Todo ordenado, dispuesto, y siempre limpio.

Después entraba en el salón, comentaba con mi padre la programación de la noche y, si no le gustaba, se entregaba al placer de la lectura. Se sentaba siempre en el mismo rincón, siempre en la misma postura. Si cierro los ojos la veo buscar sus gafas, sacarlas de su estuche negro, y colocar a su lado los pañuelos de papel y el cacao para los labios. Siempre el mismo ritual. Uno de los tantos que acompañaron mi infancia y que tanta seguridad y tanta añoranza me traen a veces.

Recuerdo su postura frente a los libros, la pierna derecha ligeramente ladeada y la cabeza inclinada sobre la historia. Normalmente, a la hora en la que su telón se abría, era el momento de cerrar el nuestro, y nos íbamos a la cama con sus besos húmedos custodiando nuestros sueños.

Por las mañanas me colaba en aquel escenario y contemplaba los restos de aquellos instantes tan suyos. El cenicero con sus colillas, su hueco en el sofá tibio aun, y en ese espacio, el libro cerrado, con sus gafas encima. Esos ratos, en los que aún no había ventilado, y no había tenido tiempo de ordenar, sin ella saberlo me dejaba asomarme a su lado más íntimo. Me gustaba pensar como iría su libro, si le estaría gustando, o no. Me preguntaba si era feliz mi madre. Los restos de sus momentos a solas eran para mí como una ventana a su mundo propio, entonces soñaba con tener otra vida para dejar de ser su hija y poder ser su amiga y compartir más, y cuidarla mejor.

Han pasado algunos años, pero cada noche, cuando me meto en la cama, aquella sensación de maravillosa rutina me envuelve cuando dejo el libro sobre la mesilla, coloco mis gafas encima, y sonrío fugazmente al ver los pañuelos de papel, el cacao para los labios, y su foto guardando mis sueños.

Las líneas de hoy son un recuerdo real, una pincelada sólo de todos los recuerdos que guardo de ella. Mama, eres muy grande...